miércoles, 21 de marzo de 2007

El Genio Debe Morir

En cierta ocasión estaba mi hermano meditabundo, con cierto aire melancólico y suspirante. Sus ojos se perdían ensoñadores en la contemplación de la parte superior de la estantería que hay sobre su escritorio. Sus labios se entreabrían haciendo adquirir a su rostro un rictus de alunizado, casi de idiotizado. Comoquiera que le conocía bastante bien sabía que, cuando entraba en ese tipo de comportamiento, si no le preguntaba, acabaría asaltándome, antes o después, con el objeto de sus reflexiones. Por ello decidí abordarle directamente y averiguar lo que estaba condenado a saber quisiera o no.
Tras mi pregunta él respondió en los siguientes términos: "Es triste y penoso que, para ser famoso, un poeta deba morir". Y es que mi hermano tenía como afición la lírica, así como yo tengo la prosa, aunque ambos con igual éxito, que podría definirse como escaso. Si no es nulo.
Viendo su estado pesaroso y taciturno, y siendo yo un hombre de elevada bondad y espíritu sublime, presto me ofrecí para solucionar el problema que le afligía: "Mátote si quieres". Le propuse.
Él, que si a algo aspiraba en esta vida era a ser reconocido mundialmente, en seguida, agradecido, mi ofrecimiento aceptó. Y, cuando todo acabó, escribió:

Yo famoso quise ser
un poeta de renombre
que en mí pudieran tener
un ejemplo para el hombre.

Mas sólo podíalo ser
si bien muerto yo estuviera,
que el mundo debe saber
que al genio le cantan "¡muera!"

Pedí a mi hermano favor
que muerte feliz me diera.
Se pasó con el dolor
y me dio una muerte fiera.

-¿Decidido estás?
-Decidido estoy.
-No habrá marcha atrás.
-Gracias al cielo doy.
-¿Dispuesto estás, pues?-
Mi hermano díjome.
-En fin, ya lo ves-
dije, y muerte diome.

Mientras esto hacía
a la vez decía:
-Ya mátote,
estrújote,
embístote
y aplástote;
y arráncote,
y vas listo,
el cogote
de un mordisco.

Tal como predijo
siguió en su afán fijo:

Y pegóme un zambombazo,
diome en todo el higadillo;
me arrancó de cuajo el bazo,
quedó hecho un colgajillo.

Y corrióme a guarrazos,
con el palo de un bastón;
estrujóme entre sus brazos,
aplastóme hasta un tendón.

Y soltóme un zurriagazo,
soplamocos del copón;
embistióme de un cornazo
con el cuerno de cabrón.

Y disparóme un balazo
que en la córnea se alojó,
asestóme un buen porrazo
y el poeta al fin murió.

Ya en el suelo
oí su voz,
cual consuelo
comenzó:
-Ya estrujete
hermanito,
y aplastete
un poquito;
y con celo
bien matete
y ahora al Cielo
recto vete.-

Dijo con gozo
contento el mozo.