jueves, 2 de abril de 2009

Insomnio

Sueño que espero,
sueño que anhelo,
sueño que quiero,
¿por qué te velo?

Ven sobre mí
que me adormezca.
Llégate al fin
que yo perezca.

Gracioso, ¿eh? Sin duda lo es. Especialmente si es usted una de esas personas afectada del cruel achaque del insomnio. Si algo nos enseñó mi hermano en vida, y tras su muerte especialmente, es que si te pasas la noche en vela escribiendo versos macabros en donde clamas por que la tétrica parca venga a llevarte, al final tus deseos se harán realidad. Lo de ganar una quiniela, olvídense. Anhelar la muerte, sin embargo, pocas veces defrauda. La vida suele ser como un camino de espinos en donde a veces encuentras rosas que, en vez de a rosas, huelen a bomba fétida. Como demostrará la historia que voy a narrarles. No es en absoluto cómica, graciosa o divertida. Es cruel y despiadada, realista, sumamente triste y bañada en la desesperanza que asola al mundo.

Me ocurrió una noche oscura sin luna. Yo volvía tarde de mis andanzas nocturnas en Sevilla. Estaba cruzando el puente de Los Remedios, para llegar precisamente allí, a Los Remedios, cuando observé a una mujer de pie y sujeta a la barandilla, pero por el otro lado, por el lado de los saltarines. Otro cualquiera, y me refiero a cualquiera que no fuese yo, posiblemente se hubiera puesto nervioso ante la dramática situación, perdiendo la cabeza y, no sabiendo qué hacer, hubiera precipitado los hechos. Estaba claro que la mujer pretendía acabar con su vida entre las aguas del Guadalquivir. Era alta, de hermosa y estilizada figura, pelo negro como azabache, lacio y ondulado. Llevaba una blusa (o puede que fuera un cuerpo, no sé, nunca he distinguido bien la diferencia) blanca que contrastaba, incluso en la tenebrosa noche, con su morena piel. Además, como llovía la blusa, que no era gran cosa, se le pegaba al cuerpo creando agradables transparencias. Una mujer muy bella sin duda, como una de esas cariátides de las fachadas modernistas, pero no me detuve en ese tipo de consideraciones. La situación requería todos mis sentidos –los dos o tres que poseo al menos- alerta y al máximo. Fui hasta donde ella estaba, más o menos en la mitad del puente, y, viéndola cogitabunda, le dije, como el que no quiere la cosa:
-Buenas noches hermosa dama.

-¿Y qué tienen de buenas? -me respondió entre sollozos. Y, la verdad, tenía razón. A pesar de estar recién entrados en la primavera llevábamos una semanita con un tiempo de perros. Y aquella noche no había cesado de llover, con frío y viento.
-Es cierto –coincidí anuente-, tienes razón. Hace un tiempo de mil demonios. Uno no puede estar bien ya ni en Sevilla capital.

Ella gimió y comenzó a llorar desconsoladamente. Yo intenté tranquilizarla.

-Cálmese, cálmese. Ya sabe que esto no son más que dos días. Las lluvias aquí no duran mucho. ¡Verá como mañana luce el sol!

-No creo que lo vea -dijo mirándome por primera vez. Pude ver que su cara no desmerecía en nada al resto de su sureña figura. Incluso presentándoseme demacrada, sucia, llena de surcos labrados por los lagrimones mezclados con el agua de lluvia, y con las escleróticas de los ojos enrojecidas. Imaginé que arreglada aquella sería una mujer anestesia, de ésas capaces de quitarte la respiración.

-¿Cómo que no cree que lo vea? ¿Qué significa eso? ¿Es que acaso tiene en mente pillarse una cogorza para dormir todo el día?

-No, voy a saltar –me informó sencillamente.

-¿Pero qué dice usted? No se le ocurra hacer eso desde aquí. Es un consejo.

-¿Por qué no?

-¿No lo ve? ¿Es qué no se ha fijado en el nombre de este puente?

-¿Qué le ocurre al nombre de este puente?

-Pues, mire, déjeme que le cuente una historia. Ocurrió hace ya un mes o dos. Yo estaba una mañana temprano desayunándome un café en una de las cafeterías del barrio cuando, así, sin quererlo, escuché una conversación entre dos hombres sin duda ya jubilados. Por lo visto, la noche anterior, una muchacha se quitó la vida desde este mismo puente, y tal fue lo que hablaron:

"-¿Sabes que ayer se tiró una chica desde el puente de los Remedios?

-¡No me digas!

-Sí, puso remedio a todos sus males. -Supongo que no tendría más remedio.

-Lo que no tiene ahora remedio es ella.

-Es verdad, fue peor el remedio que la enfermedad...

-Pues yo pienso que ésas no son maneras de remediar los problemas de uno...

-Opino como tú. Aunque así deberían remediar a más de uno que yo me sé...

-¡Cuánta razón! Remediaríamos muchos males del mundo.

-En cualquier caso, la artrosis a mí no me la remedia nadie.

-Por cierto, ¿sabes cómo se llamaba la chica? -No, ¿cómo? -Remedios López Hurtado."

-¿Se da usted cuenta? Si se tira desde aquí será usted el hazmerreír del barrio...

Ella me dirigió sus negros ojos, atravesándome con la mirada, como si no estuviera allí, delante suya, negó dos veces con la cabeza, cogió impulso y...

-¡Espere! -grité-. ¡Dígame al menos por qué se quita la vida!

-¡¿Quiere saberlo?! Me la quito porque mi marido me sustituyó por una cubana y se largó a Cuba con el coronel, con todos nuestros ahorros pero sin ninguno de nuestros cuatro hijos, uno de los cuales es retrasado y tenemos que mantenerlo en una institución mental que vale un ojo de la cara... Desde entonces tengo que prostituirme porque nadie quiere darme trabajo, además, me han violado ya unas tres veces sin pagarme el servicio... Y para colmo, ayer, me diagnosticaron sida agravado con hepatitis c...

-Bien,... ¡ejem!... yo.... Si quiere la empujo.

Y la empujé.

Algunos me acusarán de desconsiderado, otros dirán que no tengo sentimientos y, posiblemente, la mayoría me tildará de estar en posesión de un carácter atrabiliario con accesos homicidas. Sin duda todos están equivocados. Si no tenemos en cuenta el incidente cainita con mi hermano ni el desgraciado accidente con mi abuela, ése fue mi primer asesinato. Lo reconozco. Pero confesaré en mi descargo que lo realicé con las mejores intenciones. ¿No es por eso por lo que se hacen casi todas las maldades del mundo? Con buenas intenciones uno puede hasta lanzar bombas o hacer las paces con una banda de asesinos olvidando sus culpas, sus penas y las tristezas de sus víctimas. Las intenciones, siempre, son lo que cuentan.

Y volviendo al poema de mi hermano, si alguno que me lea no puede dormir, que lea biografías o se deje de hacer cosas con las mejores intenciones.

martes, 10 de febrero de 2009

BENDITO VIERNES

Suspiros negros que en la noche bogan,
lúgubres sonidos, lápidas frías,
pieles de muertos cubiertas de estrías
que en la tierra sus lamentos ahogan

Casa de muerte, impertérrito eslogan,
nicho maldito en que mi alma yacía.
Llantos inclementes de fantasía
que por llevarme al Infierno abogan.

Abatimiento que sobre mí ciernes
cruel estado de la existencia humana.
Ansía de libertad que a mi alma asola
desprende de mí a esta vida insana,
y al suspiro del tiempo náufraga ola
tráeme muerte y alegría; ¡bendito Viernes!

Lo sé, lo sé, querido lector. Yo tampoco me entero de nada. ¿A qué se refería mi hermano cuando escribió estás líneas? ¿Hablaba de cementerios y muertos? ¿O por el contrario trataba de realizar una metafórica comparación entre la paz y tranquilidad de la muerte y el alivio que supone llegar al inicio del fin de semana? Es algo que tendrán que responder hombres mejores que yo.
En cualquier caso, ¿es acaso gracioso esto? ¿Existe alguien al que, la lectura de este soneto, le arranque, no ya profundas carcajadas, sino más bien una pequeña y tímida sonrisa? Lo ignoro. Posiblemente exista ese ser. Un psicópata o un obsesivo de la Muerte. Alguien capaz de enamorarse de Ella. Cualquiera sabe. Lo que realmente me preocupa es que mi hermano se empeñara en afirmar que los versos de más arriba son graciosos. Bien, quiero decir que me asusta el equilibrio emocional que mantuvo. Su estado mental, si puedo expresarlo así, no estaba en su mejor momento.
Aunque no quiero aventurar diagnósticos. Y no quiero porque por culpa de esto yo tuve algunos problemas. Resultó que en cierta ocasión escribí una pequeña historia, un relato corto, para enviarlo a un concurso. Concurso que no gané, pero no es eso de lo que quiero hablar. El relato trataba de un tipo al que, después de quedarse sin padre y sin madre, decidió suicidarse. Bien, en aquella época de mi vida estaba algo interesado con los suicidas, me preguntaba que les pasaría por la cabeza. De hecho, siempre que me encontraba con uno de ellos, le preguntaba lo mismo, <<¿pero a ti qué te ocurre en la cabeza?>> Y ellos, invariablemente, me respondían: <> Y se suicidaban.
El caso es que escribí la historia sobre un suicida y, por una de esas cosas que se hacen sin pensar, dejé que mi madre leyese la historia. Ya se pueden imaginar, mi madre no supo entender que aquello no era más que una historia y que el protagonista de la misma no tenía nada que ver conmigo. Es más, quedó convencida de que mi alma era gélida y mis pensamientos, siniestros. Durante un tiempo no me permitió coger cuchillos ni asomarme a los balcones. Pero luego se le ocurrió que no podría protegerme siempre, pensó, fíjense bien, que podría tirarme delante de un autobús o saltar por la noche cuando ella estuviese dormida. Y es que hay que ver hasta donde llega el cariño protector materno. Por ello decidió llevarme a uno de esos psicólogos. Claro que, cuando me llevó, me llevó engañado. Me dijo que debía ir por no sé qué problemas psicomotrices. Habló de una cisterna muy grande -Cisterna Magna creo que es su nombre- que tenemos todos en el cerebro y que, en mi caso, era más enorme aún de lo habitual. Yo creo que debe estar ahí el mecanismo por el que el cerebro se deshace de toda la basura que tiene que ver, o estudiar, o experimentar. Y creo que por eso a mí me afectan tan pocas cosas.
El caso es que tan sólo fui un día, pero para mí, fue suficiente. El psicólogo o psicoanalista o psico-lo-que-fuera, era un tipo pequeño, flaco y calvo. Con gruesas gafas y actitudes amaneradas. Tras las primeras preguntas, en las que se hizo una idea bastante clara de quién era yo, pero sin ofrecer ningún dato de quién era él, comenzó a indagar en el meollo del asunto. Asunto que el pensaba era mi tendencia depresiva y suicida, y que yo creía estaba relacionada con mi torpeza innata para la realización de ciertas actividades.
-Y dime, ¿qué motivos crees tú que te llevan a comportarte de esa manera? -me dijo el psicoanalista.
-Bien -respondíle yo-. No lo sé. Yo intentó comportarme como el resto de las personas pero se conoce que mi cisterna me lo impide.
-¿Tu cisterna?
-Sí -continué convencido de lo que me decía-. Le pondré un ejemplo, ve usted mi cuello -mi cuello está hecho de manera que, por un problema de calcificación excesiva, tiene una capacidad de giro bastante más reducida de lo normal, sólo que entonces eso no lo sabíamos y yo lo atribuí a mi cisterna.
-Sí -dijo él-, veo perfectamente su cuello.
-Pues no puedo torcerlo todo lo que me gustaría. Como hacen los demás, ¿sabe? A veces me entran ganas de agarrarlo con las dos manos y girármelo totalmente a ver sí así... bueno, ya me entiende.
-Es decir, ¿a veces le dan ganas de romperse el cuello?
-¡Hombre!...
-¿Y cortárselo?
-¿Cómo?
-¿No le gustaría meter la cabeza en una guillotina?
Yo le miré extrañado. Pero pensé que aquello sería parte de la terapia, así que le seguí el juego.
-Hombre, reconozco que a veces me he preguntado que sentiría alguien al que meten en uno de esos cacharros, pero sólo por curiosidad morbosa, me entiende. Ciertamente las guillotinas no me atraen en exceso.
-Comprendo; ¿prefiere el verdugo con el hacha entonces?
Aquí el asunto ya me parecía excesivo. Pero pensé que, de alguna retorcida manera, el tipo quería que me comparase con los que realmente sufren para que no le diese importancia a mi problema. Ya saben; llega un joven y le dice a otro: <>. Y el amigo le responde: <>. Y entonces, dos semanas después, al primero le diagnostican un cáncer. Ya saben a que me refiero, ¿no?
Pues yo creí que era eso lo que quería lograr el psicoanalista. Así pues me apresuré a sacarle de su error. En realidad, para mí, el tener la cisterna esa más grande o no, me era indiferente. Quiero decir que no lo consideraba una desventaja puesto que siempre había sido así.
-Oiga no piense que a mí me preocupa el problema -le dije-. Ya me he acostumbrado a vivir así. Además, en realidad, he venido aquí porque mi madre me lo ha pedido.
-Ninguno quiere venir.
-¡Oh! ¿Hay más cómo yo?
-Muchos -respondió él creyendo que le preguntaba por los suicidas.
-Pues nunca he conocido a ninguno. Podíamos juntarnos un día y comparar cisternas, ya sabe, para ver quien la tiene más grande y todo eso. Sería divertido.
-¿Y luego?
-Pues nos iríamos todos, supongo.
-Ya... -dijo, y luego, mientras escribía en su libreta, murmuró algo parecido a "suicidio colectivo”..
-¿Así pues tú crees que por culpa de tu cisterna -y pronunció esa palabra dándole un tonillo especial, como despreciativo- no puedes comportarte igual que el resto de las personas? Y supongo que eso creará en ti un sentimiento de inferioridad. Casi de culpabilidad, ¿no es eso?
-No estoy seguro, doctor...
-¡Oh! No soy doctor.
-Bien, pues no estoy seguro, tú, lo que ocurre es que me encuentro más torpe, si me entiende.
-Explíquese.
-De acuerdo.
Entonces me fijé en un diván que había por allí y le dije:
-Mire, si fuera una persona normal, me podría subir con toda tranquilidad al diván sin perder el equilibrio, ¿verdad?
-Cierto.
-Pues no puedo.
-¿Le dan miedo los divanes?
-¡Oh no! Es sólo que seguro que pierdo el equilibrio y me caigo.
-Vamos, vamos. ¿Por qué no intentas subirte en éste diván, a ver si te caes?
-Bien, pero se lo voy a manchar.
-¿No se miccionará encima?
-¡No!
-Pues adelante.
Y eso hice. Me puse de pié en el diván, en el apoyabrazos izquierdo. Al verme el psicoanalista se levantó asustado y me gritó que qué pensaba yo que estaba haciendo. Supongo que él creía que yo me refería a sentarme en él, no a ponerme de pie sobre él. Al ver su reacción, me asusté a mi vez, y, tal y como predije, perdí el equilibrio y caí sobre la mesita auxiliar adyacente al diván haciéndola astillas.

Ignoro cual sería el diagnóstico de aquel hombre, pero creo que algo parecido a: "Este tío está como una regadera". Lo cierto es que no volví a visitarle. Después de contarle mi aventura a mi madre se le quitaron de la cabeza todas sus ideas de que yo pretendía suicidarme. Quizá empezase a sospechar que tampoco estaba muy cuerdo, pero al menos no había peligro a que intentase atentar contra mi vida.

Y con todo esto quería explicar que, muchas veces, lo que uno escribe no coincide con lo que uno realmente piensa o siente. Simplemente son, eso, escritos, historias, relatos. Que existe eso de la imaginación y que no es necesario vivirlo todo para poder escribir de todo.
A pesar de ello, a partir de ahora, vigilaré de cerca a mi hermano. Un tipo que escribe cosas así no puede estar muy sano. Y, si bien no creo que pretenda matarse, no descarto que decida convertirse en uno de esos asesinos en serie. Uno de esos que con cada víctima hace algo especial. Que en el caso de mi hermano sería escribir un poema relatando como fue todo. Ya lo estoy viendo: "El Asesino de los Poemas Ataca de Nuevo"...

miércoles, 4 de febrero de 2009

Cornúpetos y limones

Rey con astas bien armado
En una cruel rebelión.
Rey con astas coronado,
Rey con astas de cabrón.


Como el tema de este capítulo no da para mucho, pues me consta que ser original, hablando de cuernos, no es fácil ni sencillo, he pensado hablar de los limoneros. Ignoro si alguna vez, usted que me lee, ha escuchado la historia del limonero. Ciertos autores norteamericanos, que no voy a nombrar para evitar plagios nominales, opinan que el limonero es un árbol precioso; su flor dulce y hermosa, de aromático olor; pero su fruto, en cambio, es ácido e intragable. Así visto el comentario parece una gilipollez. Y además carece de jugo. Tú vas por la calle y de repente paras a alguien y le dices: <<¡Eh! ¡Oye! Mira lo que dicen los americanos de EEUU de los limoneros>>. Y entonces le relatas el dicho. Seguro que te responde: <<¡Menuda gilipollez!>> Y con toda la razón del mundo. Pero es que la historia no acaba ahí. Si les confieso que ésta sigue, afirmando que las mujeres hermosas son como los limoneros y que tumbarse a su sombra no es recomendable, la cosa ya no parece la tontería de antes, aunque la siga siendo. A la luz de los nuevos descubrimientos en materia frutícola-femenino, entenderán mejor la profundidad y veracidad de los sabios autores estadounidenses, capaces de comparar a las mujeres con limoneros.

Quizá, y es la única pega razonable que en mi opinión se puede argumentar, las mujeres hermosas no sean ácidas, pero no se negará que, en según que momentos, como demostraré a continuación, te amargan bastante. Así pues hemos de admirar el ingenio yankee capaz de comparar a las mujeres con árboles frutales.

Todo esto lo escribo a modo de introducción para contarles algo que me ocurrió y que ejemplificará perfectamente esta forma de pensar. En cierta ocasión, en una época en la que vivía en Newcastle (el upon Tyne no el under Bryne), conocí a una chica americana de Maryland. Su nombre era Gertrudis, como no podía ser de otra forma para alguien nacido en Maryland, hogar de los Expedientes Equis. A primera vista, Gertrudis, cumplía con todos los requisitos del perfecto limonero. Conforme profundicé en el trato, sus aptitudes de flor de limonero se hicieron más que patentes. Una flor bailarina, sin duda. Nunca en mi vida nadie ha bailado tan bien conmigo. O, mejor dicho, alrededor mía, porque mi condición de bailarín es similar a la de un pingüino común, cojo de una pata y con artrosis en la otra. Hubo un momento del baile que se me pegó tanto que, haciendo mías las palabras de un egregio mostacho, pensé que me saldría por la espalda. La limonera estaba acostumbrada a este tipo de actuaciones porque, según me fijé, aquella noche estuvo a punto de salir por las espaldas de otros muchachos que aspiraban a gozar con el encanto de aquella flor de Maryland.

Sabiendo que como bailarín mis posibilidades de éxito, caso de haberlas, se reducían infinitamente, traté de llevarla a mi campo. Debo admitir, no sin tristeza, que mi campo de acción está basado en el regadío de los limoneros con abundante líquido alcohólico. Con Gertrudis no hubo ningún tipo de problema y el regadío surtió efecto a las mil maravillas. En poco tiempo empezó a ponerse cariñosa y a rozarse. Y, como todo el mundo sabe, cuando el limonero se roza agua lleva… (puede que el refrán no sea así exactamente, pero el sentido es el mismo). No diré que en aquellos momentos me frotase las manos, porque quien se frotaba era ella, ¡y a mí nada menos! pero mi ardor juvenil se había encendido y su caldera rugía como la caldera de una antigua locomotora de vapor a toda máquina a la que alimentasen con madera de algún árbol fácilmente combustible, como el limonero.

Justo antes de ofrecerme voluntario para acompañarla a su casa, en la misma puerta de la fiesta, surgió un chico, americano como ella y de nombre Eustaquio, que afirmó ser su novio. Imaginen mi sorpresa: ¡Su novio!

En un primer momento me reí, por lo descabellado de su afirmación y, amablemente, le invité a irse a paseo. Posteriormente, cuando ella lo confirmó con un beso, me reí por las marcas que sin duda debía ir dejando el pobre Eustaquio en los quicios de todas las puertas que atravesaba. Ya al final, mientras atravesaba solitario el río Tyne por el recién inaugurado puente del centenario, reí con la desesperada alegría que provoca la frustración. Lo mío fue la historia más vieja del mundo: chico conoce a limonera, chico se enamora de sus encantos, chico conoce al novio de la limonera y se queda más amargado que un limón. Mi última consideración a este respecto fue la de nunca olvidar la sabiduría popular estadounidense y su historia del limonero.

Y, para que no quede duda, y aprovechando mis recién adquiridos conocimientos de colgar canciones en las entradas, me permito el lujillo de adjuntaros la canción del limonero: