domingo, 22 de julio de 2007

El Amor

(Parte I)


IMPORTANTE AVISO AL LECTOR:
En aras de lograr una mayor transmisión de la carga emocional, lea los siguientes versos con música apropiada: El Romeo Y Julieta de Chaikovski, la Lacrimosa de Mozart, el Movimiento Número Dos de la Séptima Sinfonía de Beethoven o el “When I`m Laid In Earth” de Purcell. Con el resto del texto se aconseja música un poco más festiva. La “Wendy” de los Mojinos Escozíos, por ejemplo...

Qué fácil es amar
como aman los poetas,
que con palabras quietas
tu rostro hacen brillar.
Llevan a tus pupilas
fuegos fatuos y engañoso,
fuego que huye, medroso,
como hienas intranquilas.
Yo que versos te escribo,
(letra queda en reclamo)
con los que inocente amo,
por los que tonto vivo;
no consigo con versos
arrancar de tu boca
ni suspiros de loca,
ni de amante los besos.
Hubo una ocasión en la que el corazón de mi hermano fue cruelmente asaeteado por el diosecillo niño. La chica que le robó las últimas cinco letras del corazón, en mi opinión, era, aunque guapa, algo soñadora. Con pájaros en la cabeza y ondas en el alma, si me entienden. No es que quiera desprestigiarla, ni mucho menos, pero tuve una conversación con ella que no me gustó nada. Empezó ella preguntándome si creía en la vida después de la muerte.
-Por supuesto, por cuanto que no creo que la muerte sea el fin de la vida, sino una parte más de la misma. -Respondí con la sabiduría que en estos temas invade mi mente.
-¿Sabes qué pienso yo?
-No –respondí sincero.
-Pienso que nosotros, cuando morimos, somos perpetuados por el pensamiento de los que nos querían. De los que viven a nuestro lado.
-¿Qué? -pregunté entre sorprendido y escéptico.
-Sí, es como... las ondas en un lago. Durante nuestra vida emitimos ondas que van alejándose en el gran lago de la vida y, de vez en cuando, nuestras ondas chocan con las ondas de otras personas, uniéndose a éstas. Y mientras esa persona viva emitirá sus ondas y las tuyas... que chocarán con otras y otras perpetuándote eternamente. -Concluyó alegremente con una sonrisa.
Después de mirarla por espacio de unos segundos, pregunté:
-¿Y no te da vergüenza contar esas cosas?
-En absoluto. ¿Por qué? Es lo que creo.
-A mí me la daría. Es más, si yo creyese algo así... no sé, posiblemente visitaría a un psiquiatra.
-¡Ah! Vamos. No es tan extraño. Tú acabas de decir que piensas que con la muerte no acaba la vida.
-Pero tal afirmación es cierta.
-¿Ah sí?
-Claro, o vas al Cielo, o al Infierno o al Purgatorio.
-Ya. ¿Y el Limbo? ¿También crees en él?
-Pues claro. Por ahí estará con los pobres niños no bautizados y los funcionarios.
-¿Así que creer en el Limbo no es extraño, pero en las ondas sí?
-Exactamente.

Supongo que no necesitarán más para entender porqué desaprobaba el que mi hermano se hubiese enamorado de ella. Sin embargo, no tenía motivos justificados para preocuparme. Tan enamorado estaba que cometió el error de comportarse como tal. Empezó a mandarle flores, a escribirle poemas, en definitiva, a actuar como un enamorado. Después de ser rechazado un par de veces, escribió, y lo que es peor, le envió a la creyente en el ondaísmo, los versos precedentes. Desgraciadamente, como no podía ser de otra forma, no surtieron el menor efecto. Viéndole cada vez más consumido por su amor, me decidí a hablarle para intentar que cejase en sus intentos. Tal fue la conversación que mantuvimos:
-Vamos a ver –le espeté-, ¿dices que la quieres?
-¿La quiero? ¡No! ¡La amo! ¡La adoro! Besaría el suelo que pisa. Yo...
-Un momento, un momento. Vas a responderme unas preguntas. ¿Lo primero que piensas cuando te levantas es en ella?
-Sí. Con cada neurotransmisor de mis neuronas.
-¿Y te duermes soñando con ella?
-Desde luego...
-¿Te sientes el hombre más dichoso del mundo cuando ella te habla, te mira o te sonríe?
-Cantaría. Y eso que lo hago terriblemente mal.
-Lo sé, lo sé. ¿Sientes que, cuando está ella presente, no eres capaz de comportarte mucho mejor que un retrasado lobotomizado? Y, lo que es peor, ¿te da igual lo que la gente piense de ti?
-Sí.
-Ya. Por último, ¿morirías por ella?
-Con que me lo pidiera...
-¿Y matarías?
-A quien fuera.
-¿Incluso a mí?
-Especialmente a ti.
-Bien, muchacho, éste es mi diagnóstico: más vale que te olvides de ella.
-¿Qué? Pero ¿por qué?
-Porque estás enamorado de ella, y algo que todo el mundo sabe es que si quieres conquistar a una mujer la primera regla es no mostrarle el más mínimo signo de atracción, y tú, muchacho, no sólo le muestras un signo, le hablas con todo un lenguaje de ellos.
-No te creo. Mira Bécquer sino...
-¿Qué le pasa?
-Pues él era un hombre enamorado que logró, con poemas, el objeto de sus amores.
-¿De qué hablas?
-Ya sabes, con eso de que un día le miró una chica y empezó a creer en Dios o aquello de que la poesía eran dos ojos azules.
-Venga ya, ¿de verdad no habrás creído que Bécquer se pasaba el día enamorado?
-Pues...
-Si Bécquer realmente sintió todo lo que escribió... entonces yo soy un desalmado. Si lo de los ojos eran más bien huevos fritos.
-¡Mentira!
-Además, ¿qué pasa con los que tenemos los ojos marrones? ¿No pueden ser poesía los ojos marrones?
-No quiero escucharte...
-No lo hagas, pero yo veo ahí indicios de que Bécquer era algo xenófobo.
-No sé de qué hablas.
-Más te vale hacer caso a gente que hablaba de verdad, como Ben Jhonson.
-¿Qué le ocurre?
-Nada. Pero escribió una frase muy sabia a este respecto. "Ama a una mujer y te dejará, déjala y te amará".
-¿Eso dijo, eh?
-Sabiamente.
-¡Ja! ¿Sabes que le diría a Ben si lo tuviera delante?
-No, ¿qué?
-Le diría que en temas de amores no tenía ni idea.
-¿Sí?
-Sí. Y que además, un tipo que tiene nombre de atleta erró bastante al dedicarse a escribir.
-¿Sí?
-Sí. Si Ben se hubiera dedicado a correr en lugar de a dar consejos estúpidos de los que nada entendía, le hubiera ido mucho mejor.
Viendo que por ese camino no lograría nada, decidí contarle la verdad acerca del objeto de sus amores. Sabía que para él, conociéndole como le conocía, sería duro, pero hay veces en que es necesario hacer daño a una persona que quieres para que regrese al buen camino.
-Ella es una ondaísta -le confesé abiertamente.
-¿Qué?
-Que es una persona que cree que tras la muerte, sólo hay ondas.
-¿Pero qué dices?
Entonces le conté, punto por punto, lo que ella me había explicado acerca de la perpetuidad eterna mediante ondas.
-¡Dios mío! -dijo él consternado.
-Lo sé, lo sé. ¿Te das cuenta?
-Sí...
-¿Ves cómo debes dejar...?
-Es maravilloso...
-¿Qué?
-Eso explica todos los misterios de la vida y de la muerte.
-¡¿Qué?! -pregunté hondamente impresionado.
-Ella es maravillosa.
Nada de lo que dije le hizo cambiar de idea. No sólo siguió con su acoso y con su comportamiento estúpido, sino que lo intensificó. Pero evidentemente no logró nada. Su tristeza creció y creció. Se transformó en un ser melancólico. Si veía una de esas películas sentimentales en la televisión o en el cine, lloraba; si veía una pareja abrazada en el parque, lloraba; si le pegabas fuerte en la cabeza con un martillo, lloraba. Todo muy lamentable desde luego, pero inútil. El corazón de la nadadora de lagos parecía ser de piedra. Ya saben, el tipo de piedra que lanzada al agua emite ondas. La situación se volvía insostenible. Mi hermano pasaba las horas y los días tumbado en la cama escribiendo versos y más versos. Ya no enviaba flores, ni bombones ni los versos que escribía. Ya no la llamaba ni la esperaba oculto en las sombras de su portal. Viendo hasta que extremos se iba degradando la ejemplar personalidad de mi difunto hermano, decidí que, pese a mis diferencias personales, debía ayudarle antes de que echase su vida por la borda.
Se podrán decir muchas cosas acerca de mi carácter, la mayoría buenas, desde luego, pero lo que no se podrá decir nunca es que no ayudo a mis hermanos. Leí algunos libros, La Celestina, el don Juan y el del genial Cyrano entre otros. Desempolvé y volví a estudiar mis antiguos problemas sobre la física de las ondas y requisé todos los poemas que pude de la última etapa de mi hermano. En definitiva, ideé un plan para unir a los dos tortolitos en potencia y lo ejecuté con maestría.

miércoles, 20 de junio de 2007

MENTIRAS DE LA ESPERANZA

Revisando algunas de mis viejas carpetas hallé un par de hojas que escribí hace algún tiempo, antes de sacrificar a mi hermano para satisfacer sus insensatos deseos de fama y su búsqueda del sinsentido de la inmortalidad. Ocurrió la historia estando él en Sevilla, preparando unas oposiciones. Como ya habrán adivinado, la razón de ser de este libro es la de permitir que el mundo conozca la labor creativa de mi llorado y difunto hermano. Sin embargo, he pensado incluir esta historia porque, aunque carece de su labor poética, recuerda su espíritu entre sus burdas líneas, y permitirá al gran público conocer lo que he tenido que soportar mientras vivía mi muy querido hermano del alma.
Tal fue lo que escribí.


Hace ya algún tiempo que no os escribo, que no os comunico mis pensamientos más profundos. Bueno, son profundos unas veces, otras son sin duda absurdos y las más son tonterías. Ahora mismo me encuentro en la biblioteca. Enfrente de mí, en la misma mesa, está sentada la futura madre de mis hijos. Ella aún no lo sabe (puede que nunca lo haga), pero confieso que mi corazón hace tachín-tachín cada vez que la miro. El hecho de que lleve toda la tarde hablando con sus amiguitas y de que, por esto y por estar tan buena, no me deje estudiar más de diez minutos seguidos, no la hacen merecedora de la más cruel ejecución. Si fuera fea, ahí ya me callo, pero no un ser así, tan... tan celestial.
Creo que a partir de este momento me convertiré en uno de ésos que dan largos paseos solitarios a la hora del crepúsculo, suspirando y pensando en un amor imposible. Ya saben, uno de ésos que no tienen el coraje ni el valor suficientes como para pensar que, sea quién sea el objeto de los desvelos, nadie merece tantas caminatas. Al primero que vi comportarse de esta forma fue a mi hermano, que, además de pasear crepuscularmente, suspirar y meditar en amores, recitaba, entre dientes, unas líneas que indicaban claramente que su alma, en aquellos momentos, no esperaba grandes acontecimientos de la vida.

Deja que inquieten al hombre
Que loco al mundo se lanza
Mentiras de la esperanza
Recuerdos del bien que huyó.

Por supuesto, no era una de sus creaciones, pero le venían que ni hechas a medida. Y es que nosotros, los paseadores crepusculares, somos así, sin vergüenza para expresar con palabras de otros, cuando son más bellas, los sentimientos propios.
Mi hermano recitaba estos versos por un desamor. Una de esas aventuras desafortunadas. Un desengaño, una locura y, como casi siempre ocurre cuando nos enamoramos, una estupidez. El asunto comenzó por culpa de mi madre. Una de sus amigas, con las que, por cierto, se reunía de cuando en cuando para planificar las actividades a realizar para lograr que sus respectivos hijos o hijas les proporcionasen unas cuñadas o cuñados a su gusto, tenía una sobrinita recién llegada a Sevilla para cursar estudios de leyes. Estudios que le permitirían ser, en un futuro, una de tantas licenciadas en Derecho. Como la pobre estaba muy sola y no conocía a nadie, mi madre y su amiga decidieron organizar una cita a ciegas entre ella y mi hermano, que, a pesar del tiempo que llevaba en Sevilla, tampoco es que fuera muy conocido. Dicho y hecho, las conspiradoras lograron convencer a la solitaria pareja. No sé como sería para el lado femenino de la cita, pero en el caso de mi hermano mi madre tuvo que obligarle. Él, que es de natural tímido y retraído, se imaginaba que la chica sería, qué sé yo, un ser lo suficientemente repulsivo como para hacer de pez de los abismos oceánicos en un documental de la Dos sin desentonar. Pero, como la influencia materna es mucha, fue y se encontró con alguien angelical que le arrebató el corazón y, por consiguiente, la razón.
Según su relato, tras la primera cita, quedó claro, al menos para mí, que ella no quería nada más, que había asistido por obligación y que no deseaba profundizar en el conocimiento de mi sangre fraterna. En lugar de percatarse de que ella pasaba de él como pasan las estaciones por el calendario, mi hermano atribuyó la falta de interés a una timidez muy desarrollada por parte de la chica y, a pesar de mis consejos en contra, animado por mi maquiavélica madre, comenzó a atosigarla enviándole mensajes y dándole "toques" –como se dice ahora sin querer expresar que uno se pase el día aporreando a los demás con el celular- con el teléfono móvil. Tras muchos días sin respuesta recibió un mensaje del amor platónico en el que le decía que ya le llamaría cuando acabase todos los exámenes. A fecha de hoy mi hermano no ha recibido llamada alguna. Me figuro que se debe a que la chiquilla se refería a acabar todos los exámenes de su carrera.
Lo cierto es que mi hermano a partir de ahí, y durante un largo periodo de tiempo, estuvo triste, siempre suspirante y yéndose a caminar a la hora crepuscular acompañado tan sólo de su dolor. Y, mientras, podías oírle recitar, como alma en pena que reza su letanía, los versos anteriormente transcritos.
Tristísimo, sin duda.


Se me olvidó escribir, cuando realicé este relato, que la chica que tan dolorido dejó ciertas partes de la anatomía de mi hermano se llamaba Esperanza.

jueves, 14 de junio de 2007

PRIMAVERA COCHINA

Ya llegaste primavera,
Tu alegría,
Tus olores,
Los capullos
Y sus flores.
Ya llegaste primorosa
Ya te vi cual bella rosa.

Ya llegaste primavera
Con alergias
Y picores,
Con abejas
Y dolores.

Ya llegaste puñetera,
Pronto vete,
Que sea cierto,
Ya al retrete,
Ya al desierto.
Pasa rauda
Y veloz
Y estornuda
Como yo,
Y verás
Qué se siente
Cuando llegas
De repente.
Siembras llanto
Y locuras,
Ciego espanto,
Picaduras
Y entre tanto
Mal de altura.
Sin tu encanto,
Niña pura,
Y sin ti
Por ventura,
Soy feliz
Sin tristura.

Mi hermano no disfrutaba locamente durante la primavera. Reconozco que no es un comentario excesivamente agudo y que, como crítico poético, no me deja en un lugar especialmente elevado. Pero no negarán que, fuera de éste, el poema no ofrece mucho margen a la actuación del comentarista. Mi hermano tenía alergia y, como consecuencia, la primavera era para él la peor época del año. Un invierno infinito hubiera sido el estatus climático ideal. Creo que en su opinión, la mejor descripción primaveral es la que hizo S. Barber, musicalmente hablando, claro. Alguno quizá sea capaz de ver algún tipo de metafórica intención oculta, yo no. Soy más bien poco dado a las intenciones ocultas. Lo que pienso lo escribo de una forma lo más clara posible. Cierto es que a veces escribo cosas que no pienso, pero eso nos pasa a todos. Teniendo en cuenta que aquí se termina mi labor de crítico, tendré que relatarles nuestra experiencia con las alergias. Y, más que con las alergias, con las golondrinas.
El asunto comenzó en cierta ocasión en que empecé a levantarme de la cama melancólico. Triste, si entienden qué quiero decir. Los ojos siempre lacrimosos y las narices sorbiendo como si hubiera llorado. Pronto no pude dormir a partir de la salida del sol. Y, ya despierto, las lágrimas me impedían mantener los ojos completamente abiertos. Me estaba convirtiendo en un auténtico desgraciado. No exagero si afirmo que la vida estaba perdiendo, a mis ojos, todo su encanto. Y todo porque un par de golondrinas habían decidido usar como hogar al tambor de la persiana de mi habitación. Sus excrementos y suciedades hacían de mí un auténtico mocosete. Siempre llorando y estornudando. Además su alegre manía de recibir al nuevo día piando conseguía que a partir de las seis de la mañana no pudiera pegar ojo.
Cierto sábado por la tarde convencí a mi hermano para que me ayudara a eliminar a las golondrinas. Tapados con sendas mascarillas anti-polvo –porque, según dicen, con ellas puestas no te comes un colín- y usando guantes de látex nos enfrentamos a las terribles aves. Mi hermano, cautelosamente, levantó la tapa del tambor, y yo me asomé preparado para defenderme de una agresión picuda dirigida a mis desprotegidos ojos.
Pronto localicé a las golondrinas. Las dos estaban en una esquina, acurrucadas sobre su nido y sin moverse lo más mínimo. De tan inmóviles parecían estar muertas. Extremando las precauciones toqué a una de ellas con el dedo y ella se movió algo, lo que me indicó cierta actividad vital en al menos una de las dos. Me sorprendió que no echasen a volar. Quiero decir que parecía que preferían dar su vida a abandonar su hogar en manos de desaprensivos. A los caracoles, creo, les ocurre lo mismo, aunque por otros motivos. Era loable la valentía de los emplumados animales.
Viendo que estaban vivas y que no pensaban abandonar el nido fácilmente, empecé a lanzarles advertencias verbales para que huyeran. Avisos del tipo: Fuera, vamos. ¡Idos! ¡Largo!, pero que no tuvieron mucho éxito. Así que le dije a mi hermano:
-Bueno, parece que no se van. Vas a tener que cogerlas con la mano y echarlas.
-¿Quién yo?-preguntó sorprendido.
-Sí, tú.
-Pero yo estoy sujetando la tapa. Además, el veterinario eres tú.
-Eso es cierto, pero ignoro todo lo relacionado con el trato de bichos bípedos. A mí que me den toda clase de animales a cuatro patas y, a ser posible, muertos, pero esta clase de ave es tan misteriosa para mí como para ti. Es más, yo diría que tú tienes más experiencia en el trato con golondrinas que yo.
-¿Que yo...? ¿Pero qué dices?
-Bueno, tú eres el poeta.
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Pues, ya sabes. Bécquer..., las oscuras golondrinas...
-Mira, éste es tu cuarto, si quieres librarte de ellas, sácalas tu mismo.
-De acuerdo –accedí pensando que mi hermano era un cobarde.
Concentré toda mi atención en las golondrinas que, por supuesto, no se habían movido un ápice. Respiré profundamente dos o tres veces, me armé de valor, coloqué mi mano temblorosa lo más cerca posible y, con movimiento rápido y certero, cogí a las dos por las alas. Entonces empecé a gritar:
-¡Las tengo! ¡Ya son mías!
Y ellas empezaron a moverse y a trinar con gran estruendo. Además les dio por defecarse encima de mi mesa, donde estaban los apuntes de la oposición. Mi hermano dejó la tapa y gritó:
-¡Corre, corre!
-¡Pío, pío...! –piaban las avecillas.
-¡¡¿Corro?!! ¡¡¿A dónde?!!
-¡Pío, pío...!
-¡Mátalas! -gritó sanguinariamente excitado.
-¡Pío, pío...!
-¡¡¿Que las mate cómo?!!
-¡Pío, pío…!
-¡No lo sé! Tú eres el veterinario.
-¡Pío, pío...!
-¡Ya sé que soy el maldito veterinario, pero nunca me han enseñado a matar golondrinas! ¿Qué hizo Bécquer con las oscuras golondrinas?
-¡Pío, pío...!
-¡¡Y yo qué sé lo que hizo Bécquer!!
Entonces, en un momento de lucidez mental, nada raro en mí, abrí la ventana y las solté. Ellas se fueron volando hacia su libertad. Después de limpiar todos sus excrementos, suciedades y heces, pensé que al fin me había librado de alergias y golondrinas. Esa noche dormí como un bendito hasta que fui despertado por el dulce trinar, que para mí era como crascitar, de las golondrinas. Además, en su regreso, piaban más fuerte y metían más escándalo.
No sé si al final volvieron las oscuras golondrinas en el caso de Bécquer, pero en mi caso desde luego sí. Todas las primaveras, como relojes, vuelven las golondrinas para convertirme en un desgraciado. Por eso comparto profundamente el desencanto fraterno hacia la primavera. Mi opinión es que es una estación totalmente prescindible. Y, desde luego, si me preguntaran que cuál es mi estación favorita, diría que, después del otoño, invierno y verano, la primavera.

martes, 8 de mayo de 2007

En una noche lluviosa

En Una Noche Lluviosa

feliz estaba durmiendo

concentrado en lo que hacía,

pero despertéme oyendo

en redor una jauría.

Interrumpiéronme voces

que mi consejo pedían,

levantáronme a coces

mientras cansado dormía.

-¿Molestamos? -Me dijeron

y mi manta se cogieron.

desarropado y dolido

respondíles precavido:

-No es tanto en lo que estaba

y aunque fuera lo dejé,

pues es más lo que buscaba

mas que aquello nunca fue.

No entendieron mi discurso,

y es que el que más me estorbaba

no pasó del tercer curso.

Dirijíme al tontolava:

-¿Qué queréis? preguntéles.

Qué vengas de botellón!-.

Pidiéronme tres peleles:

Jesús, Alfonso y Pepón.

Busqué luz tras la ventana

y vi que estaba cerrada.

-Venga que no es de mañana,

es noche oscura y nublada.

Insistiéronme los tres

más pesados que un arado.

-¡Cubridme al menos los pies!

Se me están quedando helados.

¡Ay qué ver que petardos!

sin mí no podéis divertiros.

¡Ojalá os pasen tres cardos!

Y ahora, por favor, iros.

Mas como mucho insistían

les impuse condición,

pues de los tres que pedían,

me daban lástima dos:

-Sólo si todo se tercia

y en ello nada se tuerce,

si no por más que me esfuerce

jamás lo conseguiré.

Les vi de nuevo a los tres

caras de desilusión,

y entendí de nuevo yo

que ellos no entendieron bien:

-En tanto el mal tiempo arrecie,

y en tanto no salga el sol

sin problemas comodón,

en la cama seguiré.

El botellón es intrínsecamente malo. Que unos cuantos amigos se reúnan, un fin de semana sí y otro también, con el único objetivo en mente de agarrarse el gran ciego del siglo, tiene que ser perjudicial. Desde un plano meramente físico, es decir, entendiendo al ser humano como materia, seguro que provoca daños irreparables.

El hígado es un órgano sorprendente desde todo punto de vista. Creo que si tuviera que expresar mi admiración por alguno de nuestros órganos vitales, lo escogería sin la menor vacilación. Nada de cerebro o corazón. En los tiempos que vivimos, todo pestilencia y contaminación, sin un órgano tan maravillosamente preparado y con tanta capacidad de aguante, nuestra vida sería una tortura insufrible. No digo que ahora no lo sea, simplemente afirmo que sin un hígado como el nuestro, la vida sería mucho peor. Pero el hígado tiene sus límites. Un hígado puede aguantar que, de cuando en cuando, te cargues unos cuantos hepatocitos y desencadenes algún que otro fenómeno fibrilar en su interior, pero cuando esto se produce semanalmente, se harta y dice: Hasta aquí hemos llegado; ahora te vas a enterar de lo que es bueno…” Y, ya está, cirrosis que te crió.

Y, pese a la importancia de lo expuesto, no creo que sea aquélla la moraleja con la que sabiamente mi hermano pretende aleccionarnos. No es éste el peligro del que nos advierte y que, como grito que surge desde las profundidades de sus omentos (el mayor y el menor), se puede leer entre las líneas de este magnífico poema. Pienso que a lo que se quería referir al crear esta bella y estremecedora composición era al venenoso efecto que el alcohol produce sobre las almas de los seres humanos que la poseen. Ya sé, ya sé; nos han enseñado que todos los hombres tienen almas, pero a los hechos me remito. ¿Podemos decir, sin temor a ruborizarnos, que Hitler, Stalin o, sin ir mas lejos, Otegui poseían o poseen un alma? Yo, sinceramente, creo que no. Un ente, quizá; un halo, pudiera ser; un cactus en el culo, estoy seguro. Pero un alma, nunca. No obstante, dejemos de andar por las ramas, no vayamos a caernos, y centrémonos en lo que estábamos.

Como decía antes de quebrar la continuidad de mi reflexión, mi hermano pretendía advertir a toda la humanidad del peligro que corremos si dejamos el mundo en las manos de las generaciones venideras que son, básicamente, alcohólicas. Y posiblemente drogadictas. Vamos, que más que generaciones venideras son degeneraciones actuales. El hedonismo ha venido a instaurarse en nuestro viejo continente y ha aplastado cualquier otro fin en las vidas de los que nos rodean. Incluso los que rodean a los que nos rodean han caído en tan deplorable filosofía.

Cualquier observador imparcial venido de otro planeta se percataría enseguida de que la triste situación en el nuestro es que la gente trabaja cuatro o cinco días a la semana para poseer el vil metal con el que poder pagarse sus hedónicos placeres. Eso en el caso de que no sean estudiantes. Para este tipo de degenerados (sin duda los peores), como no tienen que trabajar para ganar dinero porque se lo proporciona papá, se pasan tres o cuatro días a la semana dedicados al vicio. Así, tan devastadoramente cruda es la verdad actual.

Cuando mi hermano afirma que: , lo está diciendo con una claridad y contundencia que, personalmente, me hiela la sangre, me congela el corazón y me produce unas cosquillitas en la zona de la rabadilla la mar de molestas.

Pensemos, si no, en un típico botellón. Pero no uno cualquiera. Pensemos en un botellón de invierno. En mitad de la plaza de cualquier ciudad, a no más de dos grados centígrados, nos encontramos a un grupo de cinco amigos cuyas edades van desde los diecisiete años hasta los veintidós. Han comprado abundante material. Dos botellas de un litro de William, dos bolsas de tres kilos de hielo, y mezcla, compuesta de coca cola y sprite, a discreción. Se han servido su primera copa y éste es, a grandes rasgos, el diálogo que se produce entre ellos:

-¡Qué frío! exclama Juan tratando de evitar los temblores que hacen que vierta la mitad de su copa.

-Pu-pu-pues s-s-sí –le apoya Pedro.

(Silencio.)

-¡Cómo están hoy las tías! ¿eh? afirma Dani, a pesar de que, embutidas como van en sus largos abrigos negros, uno no es capaz de diferenciar una sola curva de sus sinuosos o, según el caso, circulares cuerpos.

-¡Buh! Ya te digo rebuzna Juan.

(Silencio, más prolongado que el anterior.)

-Bueno, bueno, bueno dice Ángel, que se empieza a plantear si no hubiera sido mejor quedarse en casita.

-Pues sí, pues sí, pues sí -le sigue Juan.

-¡Ja! ríe uno.

-¡Je! ríe otro.

(Silencio.)

Y entre tanto, todos beben a un ritmo considerable, deseando emborracharse de una vez para que el alcohol les conduzca al lugar en donde no hay vergüenza ni control. Un estado en el que más de dos mil años de civilización quedan atrás y se vuelve a cuando empezamos. O peor incluso.

Mi querido y cadavérico hermano, cuando escribió: >, lo sugería delicadamente: ¡Botellón no, alcohol fuera! Pero ojo, esto no es un ataque despiadado a la bebida. No lo entiendan mal. Me consta que mi hermano no era en absoluto refractario a la copita ocasional. Para él, el dicho: lo bueno, si bebes, dos veces bueno, era especialmente cierto. Y en mi caso, ¡qué les voy a contar! Tengo la frasecilla escrita con letras doradas sobre una cartulina rosa fucsia colocada encima de la cabecera de mi cama. Y todas las noches me detengo cinco minutos a meditarla. Les aseguro que tras veinticuatro años estoy hasta las narices, pero qué voy a hacerle.

De hecho, como podrán suponer, tanto él como yo tenemos un detallado conocimiento de lo que es estar sometidos al embriagador abrazo de Baco. Lo cual resulta lógico si lo meditan un momento. Seríamos unos hipócritas desalmados si intentásemos enseñar al pueblo el comportamiento correcto ante el alcohol si antes no hubiéramos catado sus efectos. Tanto es así que mi hermano fue durante una época de su extinta vida lo que podríamos denominar un abraza-farolas. Un ser dominado por el espíritu del güisqui. Un tipo capaz de beberse el agua de las macetas y comerse las colillas de los ceniceros. En aquella triste época, mi hermano escribió la salvajada que a renglón seguido expongo:

Empiezo estos versos

con una advertencia

cual es mi apetencia:

¡Me gusta beber!

Por eso les pido

que tengan paciencia

y lean con prudencia

si quieren leer.

Pues ésta es la historia,

aquí se sentencia,

del whisky y su ciencia

a mi parecer.

Y empiezo el relato

bebiendo tranquilo

un whisky que cato

de amargo sabor.

Dispuesto el buen rato,

la copa con hielo

si usted es sensato

hará como yo.

Y quede en silencio

atento y dispuesto...

venga, que comienzo,

que empiezo ya puesto:

Aquel día de fiesta

allí estaba yo,

bebiéndome mares

por todos los bares

y amigos al son

me gritan: ¡No pares!

Y yo que no paro,

entro por el aro,

todo lo hago así:

Ya sea whisky caro,

ya sea más barato

es cuestión de un rato

que termine en mí.

Y voy sin complejos

(no veo ni de lejos),

la guapa o la fea,

igual me da a mí.

No veo ni siento,

tan solo lo tiento,

lo palpo, lo toco.

si es mucho o si es poco

que sea para mí.

Pues pobres chiquillos,

¿no tienen derechos?

y si ellas son pillas

yo soy picarón,

y sé que a despecho

le sirvo la chanza

mientras comodón

me llenan la panza.

Me piden cariño

y yo, como un niño,

recibo sus gracias

caricias melosas.

¡no ceo que me canse!

Mas ellas, raposas

con cruel arrogancia

de mí sí se cansan

y no hay quien me amanse.

Como cuba

escocesa

ya diez copas vacié,

cual borracho

que confiesa

mil licores

vomité.

Y aunque sucias

veo mis ropas

¡ay, amores!

sienta bien.

Y en recuerdo

se quedó,

ahora un nuevo

licor bebo.

¡Otra copa,

por favor!

Y si quiere

su dinero

que le den

al de la barra...

Que se espere

y primero

traiga usted

pronto esa jarra.

Yo tan solo

quiero un trago,

si me ahogo

¿qué más da?

solo vago

mientras bebo,

¡Camarero,

quiero más!

Ya no sube a la cabeza

no me baja,

llevo húmedo el sombrero,

no la faja.

Luego pido otra cerveza

que no pago

y si aprieta con esmero

allí lo hago

pues creo que es el servicio

o la cama,

(todo esto lo hace el vicio, no la fama.)

Y si me encharco

mi cerebro

¡oh, neuronas!

pues, ¿qué sois?

Sois los barcos

del desierto

y con gracia

agua os doy.

Mas si estorbo

pues me voy,

mas no veo

y me la doy.

Fue tanto lo que soplé

esa noche de furor

que inconsciente me quedé

y mi hígado reventó.

Ahora no puedo beber,

esa pena me cayó...

Me conformo con oler

un licor llamado scotch.

Y si quieren mis consejos

nunca hagan como yo,

beban solo hasta que lejos

más no alcance su visión.

Como conclusión, siguiendo con la moraleja del poema, diré que se puede beber, pero se debe hacer con moderación. Moderación es una chica encantadora y siempre te lo pasas bien tomándote una copita o dos con ella. Pero eso sí, nada de alcoholes baratos que aniquilan la flora intestinal y te dejan diarreico perdido para el resto de la semana. Los Palmers, Lawssons y demás porquerías similares, deberían estar prohibidas. Los caldos consumidos deben ser de calidad. Es lo de siempre: no mucho, pero con calidad.

Y con éste último pensamiento terminamos el comentario de esta poesía. Espero que hayan entendido el mensaje oculto. Si no lo han logrado, tranquilos, para eso estoy aquí y para eso está mi humilde aclaración. Si incluso tras haber leído mi humilde aclaración no son capaces de extraer del poema las breves ideas expuestas en los párrafos precedentes, no se preocupen demasiado, la verdad es que si he escrito todo esto es porque algo debía decir sobre el poema. De alguna forma, si dejásemos un poema sin comentar, el libro perdería su estructura y ya no sería lo mismo. Quiero decir que a lo mejor, sólo a lo mejor, mi hermano tan solo quería escribir una tontería. Sea como sea, espero que usted esté de acuerdo con la tontería o que por lo menos le haya resultado simpática. Y si no lo está y ni siquiera se ha dibujado el esbozo de una sonrisa en su amargado rostro durante la lectura de la misma, le aconsejo que se vaya a tomar una copa.

domingo, 6 de mayo de 2007

INSOMNIO

Sueño que espero,

sueño que anhelo,

sueño que quiero,

¿por qué te velo?

Ven sobre mí

que me adormezca.

Llégate al fin

que yo perezca.

Gracioso, ¿eh? Sin duda lo es. Especialmente si es usted una de esas personas afectada del cruel achaque del insomnio. Si algo nos enseñó mi hermano en vida, y tras su muerte, es que si te pasas la noche en vela escribiendo versos macabros en donde clamas por que la tétrica parca venga a llevarte, al final tus deseos se harán realidad. Lo de ganar una quiniela, olvídense. Anhelar la muerte, sin embargo, pocas veces defrauda. La vida suele ser como un camino de espinos en donde a veces encuentras rosas que, en vez de a rosas, huelen a bomba fétida. Como demostrará la historia que voy a narrarles. No es en absoluto cómica, graciosa o divertida. Es cruel y despiadada, realista, sumamente triste y bañada en la desesperanza que asola al mundo.

Me ocurrió una noche oscura sin luna. Yo volvía tarde de mis andanzas nocturnas en Sevilla. Estaba cruzando el puente de Los Remedios, para llegar precisamente allí, a Los Remedios, cuando observé a una mujer de pie y sujeta a la barandilla, pero por el otro lado, por el lado de los saltarines. Otro cualquiera, y me refiero a cualquiera que no fuese yo, posiblemente se hubiera puesto nervioso ante la dramática situación, perdiendo la cabeza y, no sabiendo qué hacer, hubiera precipitado los hechos. Estaba claro que la mujer pretendía acabar con su vida entre las aguas del Guadalquivir. Era alta, de hermosa y estilizada figura, pelo negro como azabache, lacio y ondulado. Llevaba una blusa (o puede que fuera un cuerpo, no sé, nunca he distinguido bien la diferencia) blanca que contrastaba, incluso en la tenebrosa noche, con su morena piel. Además, como llovía la blusa, que no era gran cosa, se le pegaba al cuerpo creando agradables transparencias. Una mujer muy bella sin duda, como una de esas cariátides de las fachadas modernistas, pero no me detuve en ese tipo de consideraciones. La situación requería todos mis sentidos –los dos o tres que poseo al menos- alerta y al máximo. Fui hasta donde ella estaba, más o menos en la mitad del puente, y, viéndola cogitabunda, le dije, como el que no quiere la cosa:

-Buenas noches hermosa dama.

-¿Y qué tienen de buenas? -me respondió entre sollozos. Y, la verdad, tenía razón. A pesar de estar recién entrados en la primavera llevábamos una semanita con un tiempo de perros. Y aquella noche no había cesado de llover, con frío y viento.

-Es cierto –coincidí anuente-, tienes razón. Hace un tiempo de mil demonios. Uno no puede estar bien ya ni en Sevilla capital.

Ella gimió y comenzó a llorar desconsoladamente. Yo intenté tranquilizarla.

-Cálmese, cálmese. Ya sabe que esto no son más que dos días. Las lluvias aquí no duran mucho. ¡Verá como mañana luce el sol!

-No creo que lo vea -dijo mirándome por primera vez. Pude ver que su cara no desmerecía en nada al resto de su sureña figura. Incluso presentándoseme demacrada, sucia, llena de surcos labrados por los lagrimones mezclados con el agua de lluvia, y con las escleróticas de los ojos enrojecidas. Imaginé que arreglada aquella sería una mujer anestesia, de ésas capaces de quitarte la respiración.

-¿Cómo que no cree que lo vea? ¿Qué significa eso? ¿Es que acaso tiene en mente pillarse una cogorza para dormir todo el día?

-No, voy a saltar –me informó sencillamente.

-¿Pero qué dice usted? No se le ocurra hacer eso desde aquí. Es un consejo.

-¿Por qué no?

-¿No lo ve? ¿Es qué no se ha fijado en el nombre de este puente?

-¿Qué le ocurre al nombre de este puente?

-Pues, mire, déjeme que le cuente una historia. Ocurrió hace ya un mes o dos. Yo estaba una mañana temprano desayunándome un café en una de las cafeterías del barrio cuando, así, sin quererlo, escuché una conversación entre dos hombres sin duda ya jubilados. Por lo visto, la noche anterior, una muchacha se quitó la vida desde este mismo puente, y tal fue lo que hablaron:

<-¿Sabes que ayer se tiró una chica desde el puente de los Remedios?

-¡No me digas!

-Sí, puso remedio a todos sus males.

-Supongo que no tendría más remedio.

-Lo que no tiene ahora remedio es ella.

-Es verdad, fue peor el remedio que la enfermedad...

-Pues yo pienso que ésas no son maneras de remediar los problemas de uno...

-Opino como tú. Aunque así deberían remediar a más de uno que yo me sé...

-¡Cuánta razón! Remediaríamos muchos males del mundo.

-En cualquier caso, la artrosis a mí no me la remedia nadie.

-Por cierto, ¿sabes cómo se llamaba la chica?

-No, ¿cómo?

-Remedios López Hurtado>.

-¿Se da usted cuenta? Si se tira desde aquí será usted el hazmerreír del barrio...

Ella me dirigió sus negros ojos, atravesándome con la mirada, como si no estuviera allí, delante suya, negó dos veces con la cabeza, cogió impulso y...

-¡Espere! -grité-. ¡Dígame al menos por qué se quita la vida!

-¡¿Quiere saberlo?! Me la quito porque mi marido me sustituyó por una cubana y se largó a Cuba con el coronel, con todos nuestros ahorros pero sin ninguno de nuestros cuatro hijos, uno de los cuales es retrasado y tenemos que mantenerlo en una institución mental que vale un ojo de la cara... Desde entonces tengo que prostituirme porque nadie quiere darme trabajo, además, me han violado ya unas tres veces sin pagarme el servicio... Y para colmo, ayer, me diagnosticaron sida agravado con hepatitis c...

-Bien,... ¡ejem!... yo.... Si quiere la empujo.

Y la empujé.

Algunos me acusarán de desconsiderado, otros dirán que no tengo sentimientos y, posiblemente, la mayoría me tildará de estar en posesión de un carácter atrabiliario con accesos homicidas. Sin duda todos están equivocados. Si no tenemos en cuenta el incidente cainita con mi hermano ni el desgraciado accidente con mi abuela, ése fue mi primer asesinato. Lo reconozco. Pero confesaré en mi descargo que lo realicé con las mejores intenciones. ¿No es por eso por lo que se hacen casi todas las maldades del mundo? Con buenas intenciones uno puede hasta lanzar bombas o hacer las paces con una banda de asesinos olvidando sus culpas, sus penas y las tristezas de sus víctimas. Las intenciones, siempre, son lo que cuentan.

Y volviendo al poema de mi hermano, si alguno que me lea no puede dormir, que lea biografías o se deje de hacer cosas con las mejores intenciones.

miércoles, 18 de abril de 2007

El delirio de la indignación

Ignoro si son ustedes personas que, de vez en cuando, se entregan al dulce placer de la creación. De la creación he dicho y a la creación me refiero. Y, para evitar malentendidos que luego me dejen como hereje, apóstata o disidente, aclararé que no estoy hablando de Crear algo, sino de crear; así, en pequeñito. Porque no descubro nada si afirmo que el hombre sólo puede crear cosillas inmateriales. Es cierto que a veces las creaciones humanas son sublimes y casi superiores, como tocadas por el aliento divino y celestial. Pero nunca el hombre creará de la nada algo material. Ese tipo de actividades nosotros, los humanos, preferimos dejárselas a Dios. Es de las otras creaciones, las humanas, de las que intentaré divagar un poco.

Si este tema no le interesa o si para usted la composición artística no va más allá de la producción de sonidos, cuya belleza y armonía es, cuando menos, discutible, a base de grandes efluvios, bien rectales, bien bucales o sobacales, le aconsejo que pase directamente al poema, o mejor que cierre el libro y encienda la tele. Posiblemente, en estos momentos, en nueve de cada diez cadenas estén emitiendo alguna ordinariez que estimo será muy de su agrado. Pero si es usted, estimado lector, alguien preocupado por las composiciones artísticas, tomen éstas el disfraz que tomen, le invito a acompañarme en las siguientes reflexiones que, con la ayuda ejemplar de mi hermano, a renglón seguido transcribo.

Quizás lo mejor para meterse en este delicado asunto será hablar de la Inspiración. Todos ustedes, seguro, en algún momento de su vida, se han sentido inspirados. Y no sólo para la realización artística funciona la inspiración. Como ejemplo tomemos el fútbol, para algunos lo más alejado al arte y para otros arte en estado puro. ¿Por qué hay días en los que un futbolista realiza auténtico arte con un balón y otros que ni siquiera parece estar jugando? ¿Qué ocurre? ¿Qué unos días sabe jugar muy bien al fútbol y otros lo olvida? No, lo que ocurre es, ni más ni menos, que Inspiración. Y no es que los días que juegue bien el futbolista inspire más. No es eso. Es que ese día el futbolista ha tenido una iluminación.
A mi hermano le ocurría a menudo. Opinaba que la Inspiración era un don, un quid divinum, una voz del cielo y, por ese motivo, creía que ponerle cotos a los momentos de arrebato era casi un pecado. Lo malo es que el soplo divino a menudo llega cuando uno está en mitad de situaciones en la que los soplos divinos nos importan tanto como el resoplido de una gacela de Thompson en mitad de la sabana africana.

En cierta ocasión estaba mi hermano en un restaurante, cenando íntimamente con una chica, cuando sintió que estaba a punto de crear algo. Lo primero que hizo fue pedir que le disculpase para ir al cuarto de baño. De camino, se dirigió a la barra y pidió al camarero que le prestase algo para escribir. Ya en el baño, se quedó mirando su cara en el espejo a la espera de la inminente venida. Pero, ¡oh cruel y paradójico destino! a mi hermano, a la vez que la Inspiración, le vino una cruel e imparable flojera intestinal, de los intestinos de abajo. Sentado en el váter, con los pantalones bajados y escribiendo en el papel higiénico, mi hermano, a la vez que expulsaba, creaba. Y realizó un magnífico poemilla. Al volver al lado de la chiquilla, que ya estaba temiéndose algún tipo de abandono de su acompañante, mi hermano, orgulloso por lo uno y satisfecho por lo otro, le entregó su obra. Y la chica tuvo una reacción de lo más extraña. En lugar de alabar al imponente creador y caer en sus brazos, tal y como éste esperaba, ella se levantó y, tras cruzarle la cara, le dejó sólo en el restaurante con la cena a la mitad y sin aportar su parte económica. Mi hermano, se cuestionó el resto de su vida si la causa de aquel acceso de furia fue el poema o el hecho de que el papel se hallase algo manchado. Manchado de café, claro, no sean mal pensados. En fin, les dejo que juzguen ustedes:


Un repulsivo olor a hez
mis entrañas revolvía;
un licor, sabor a hiel
en vómitos convertía.
Una extraña lucidez
mi pensamiento envolvía,
es delirio que tal vez
de resaca provenía.

Una ninfa extraño ser
ante mí se aparecía,
una hada o una mujer
bailando de mí reía.
Sin saber muy bien por qué
hambruna voraz sentía,
decidí que esa mujer
de alimento serviría.

"Ríe, ríe pajarillo,
ya verás cuando te coja,
de tu lomo un solomillo
de toma pan y moja."

Que en un sueño me encontré,
un afán de fantasía,
mas de nuevo desperté
cuando más me divertía.

Continuando con mis reflexiones, me gustaría ceñirme ahora al momento de crear. Tú estás ahí, tranquilo, tirado en la cama, en el sofá o, haciendo un esfuerzo, en un sillón. De vez en cuando te dices que debes levantarte y hacer algo, especialmente cuando escuchas a tu madre revolviendo tal o cual cosa. Porque de todos es sabido que a las madres eso de revolver y recolocar les gusta mucho. Pues están, como digo, en uno de esos momentos de máxima ocupación cuando notan ese prurito, esa lejana sensación que nos avisa de que vamos a sufrir de manera inminente un arrebato creacional. Tal y como mi hermano nos ha enseñado, lo primero que hay que hacer es no ponerle trabas. Así que dejan esa importante ocupación que se traían entre manos y, abandonando la cama, sofá o sillón, se dirigen a crear.

Mi hermano, como ya algún aventajado lector habrá intuido, creaba poesía. Decía él que le brotaba. Que, cuando estaba iluminado, casi sentía que no era él el que escribía, que era alguien superior a él. Alguien que lo había elegido y que lo utilizaba. También decía que la poesía, entonces, le surgía a modo de cancioncillas. Una vez que se dio cuenta de este hecho, se preguntó: ¿por qué no escribir una canción para forrarse? Una de esas canciones que habitualmente permiten a gente sin ningún gramo de arte por sus venas hacerse millonario a costa de adolescentes rabiosos capaces de matar por ver al patético ídolo al que adoran cantar mal estupideces sin sentido que luego les llevan a tener un concepto del mundo tan irreal y rastrero que, al hablar con ellos, acabas por preguntarte si no será algún tipo de plan del gobierno para lavar las mentes a las futuras generaciones. Ya saben, una de esas canciones...

Dicho y hecho. Esperó y esperó hasta que la canción le fue dada. Y, como otras tantas veces, fue en mitad de un sueño cuando se le ocurrió el tono y la melodía. Algún día alguien con más entereza y constancia que las que yo poseo debería estudiar este proceso. No obstante, no es tema que ahora interese. Mi hermano escribió su canción, pero quedó lejos de estar contento con ella. "¡Qué maligno sino el mío!" Me decía en aquellos tristes momentos. Y yo, para consolarle, le respondía: "Es verdad, hermano, qué maligno sino el tuyo". Y es que la canción que se le ocurrió no servía para hacerse millonario. No era de esas que se ponen en las radios para adolescentes y que te permiten vivir bien el resto de tus días. La canción que soñó era una ópera. Resultaba de lo más extraño porque mi hermano no tenía ni idea del más básico de los solfeos. No obstante, su cabreó se justificaba porque una ópera jamás le sacaría de pobre, a fin de cuentas, estaba casi peor pagada que la poesía y, además, su mejor aria sonaba igual que el chisporroteo de una moto trucada. Indignado con su sino, con su nono y con su sisi, mi hermano empezó a escribir un poema para calmar su furor y su desazón. Poema que, desde luego, prosigue a estas líneas:

Ocurrióseme una vez
de lucimiento mental
que escribir podría, tal vez,
una obra monumental.

Un poema no, que no
da para poder comer,
podría ser un novelón
o una canción podría ser.

Ya se sabe que quien da
más dinero que Polanco
o es la industria musical
o es la tienda del estanco.

Una canción, pues, compuse:
Chipiripi su estribillo;
por la rima pues, supuse
que el resto sería sencillo.

Chipiripi, chipiripi
(chipiripi comenzaba),
chipiripi, chipiripi
(tal es como continuaba).

Y pensando que iba bien,
primera estrofa compuesta,
la segunda comencé
que es la que va detrás de ésta.

Chipirí, chipiripí
(cambiando un poco la cosa).
Chipiripón, chipirí
(aunque suene un poco sosa).

Avanzaba la canción,
sólo quedaba el final,
y escribíle un colofón
que la fama me iba a dar:

"¡Ay Felipe no me robes!
(sin saber quien es Felipe)
¡Ay Felipe no jorobes
que nada rima a Felipe!"

Aunque ladrón una vez
llegó a rimar con gobierno
sin saber muy bien por qué
pues no rima con infierno.

Yo pensé que "Luis Miguel"
con "Felipe" rimaría.
¡Soberana tontería!
si no rima con gobierno.

Creí entonces que "Peré"
tal vez me convendría
mas dime cuenta otra vez
que no ligaba al infierno.

Por ligar escogí "Tierno",
un político ligón,
que ligaba con gobierno
mas no ligó con ladrón.

Esto se me hacía eterno,
buscar a Felipe rima,
¡ya me daba hasta grima!
componer una canción.

Cuando acabé de escribir
encontré rima a Felipe.
¡Maldición! Pues comprendí
que sólo rima con gripe.

¡De la mano dos venenos!
Pues no se cura la gripe,
esperemos por lo menos
curarnos del tal Felipe.

Y al gobierno otra vez
vuelve Felipe a Hacer daño,
como la gripe también
que va y viene cada año.

¡Que nos libren de Felipe!
Mas ¡qué extraño desatino!
Que de él nos libra el destino
o nos libra de él la gripe.

La balada, pues, envié
a esa emisora tan maja;
sólo "ésa" podía "ser"
la que los discos nos raja.

Bien lo sabe quien lo sepa
que quien pincha también raja,
aunque la duda me quepa
si usa punzón o navaja.

Tristemente mi canción
no alcanzó el número uno
ni tampoco alcanzó el dos,
ni aún siquiera el noventa y uno.

Que el bestia del pinchadiscos
al pincharla la rayó,
que en esta casa los discos
te los pincha algún cabrón.

Pero me quedé contento
pues contaba una verdad,
una verdad que ahora cuento
y resumo aquí al final:

"No se debe robar mal
¡qué todo el mundo lo sepa!
Que a nadie la duda quepa
sino sólo al Tribunal.

domingo, 1 de abril de 2007

A un guarro

Si existía algún detalle reseñable, del prolijo y cultivado carácter de mi hermano, éste era, sin lugar a la menor de las dudas, su intransigencia para con un oloroso defecto. En realidad, poseía un desarrollado sentido de la intransigencia, como no podía ser de otra manera en alguien como él, firmemente católico y de derechas. No tragaba ciertas manifestaciones de los vicios de sus congéneres. La falta de orden, la estupidez o la hipocresía son algunos de los defectos que aquejaban a muchos de los semejantes de mi hermano y que éste no aguantaba. Para que se hagan una idea de hasta dónde llegaba su extremismo en este aspecto, contaré que llegó a realizar una lista, que tituló:

CANCIONES QUE IMPRESCINDIBLEMENTE DEBE CONOCER Y APRECIAR LA CHICA QUE PRETENDA ASPIRAR AL ENORME PRIVILEGIO DE SER MI NOVIA


Y en la que incluía canciones como "Mustafa" del grupo estrafalario Queen, la "Obertura del Necio" de los instrumentales Supertram o el
Limonero" de los blanditos Pedro, Pablo y María.

Sea como fuere, existía entre los congéneres de mi hermano, y entre muchos de los míos, un defecto que era absolutamente rechazado por él: la suciedad o la falta de higiene personal. Observar a una persona guarra le provocaba grandes accesos de ansiedad que desembocaban, inevitablemente, en tremendos picores por toda su superficie corporal. Aunque curioso, era cierto. A mi hermano, ver desaliñados, le producía prurito.

Mi familia buscó durante años la causa y la cura de esta sucia alteración psíquico-física, pero todos los psicólogos se empeñaban en relacionarlo con auto-represiones de carácter sexual. Una vez, mi hermano llegó a confesarme que se empezaba a sentir algo reprimido. Cuando le pregunté que en qué aspecto, me respondió que, de un tiempo a aquella parte, debía reprimirse para no lanzar las sillas de los consultorios a las cabezas de los psicólogos. Con los psiquiatras fue casi peor. Siempre volvía con un diagnóstico plagado de palabrejas y vocablos incomprensibles, aunque todos coincidían en afirmar que la “etiología era patognomónica”. No sé qué tipo de perverso mal es ése, pero es sin duda devastador para la Clase Mamífera, pues he escuchado a muchos médicos y veterinarios usarlo para explicar el origen de muchos trastornos. De cualquier forma, ninguno logró nunca curarle su prurito.

Imaginen, pues, su desgracia cuando topó con un chaval que portaba con gusto todos esos defectos que él despreciaba. La cosa no hubiese llegado a mayores sino fuera porque el pestilente sujeto asistía a su misma clase. Ya pueden hacerse una idea de lo que eran aquellas clases. Por un lado, el mal olor que eternamente emitía el mefítico personaje; por el otro, las diversas, complicadas y en ocasiones divertidas contorsiones que mi hermano se veía obligado a realizar para rascarse en todas las zonas de su cuerpo. Tan graves eran los ataques de picores que a mi hermano se le empezó a conocer como "el chimpa", por la semejanza de comportamiento con el de ciertos monos, sin duda muy inteligentes.

Mi hermano tenía paciencia, no es que fuera el santo Job, pero tenía paciencia. Su paciencia aguantó lo que pudo, pero en poco tiempo se vio totalmente rebasada por el mal olor, las vestimentas pegajosas, el pelo grasiento y los demás repelentes del guarro. Éste, que ignoraba que el comportamiento extravagante de mi hermano tuviera su origen en él, le tenía como a una persona bondadosa y de gran sapiencia. Por ello, en cierta ocasión, fue a demandar a mi hermano su sabio consejo relacionado con una chica que le atraía. Concretamente, le pidió, sabedor de su afición lírica, un poema que le ayudara en su conquista. Mi hermano, que era una gran persona, de enorme corazón, estrecho de espaldas, y abultada capacidad craneal, en lugar de ignorar la petición del guarrete, como hubiésemos hecho sin duda nosotros, gente mezquina y facinerosa, se comprometió a escribirle el poema. Y lo hizo de la original manera que a continuación transcribo:

Todo hiede, todo apesta,

todo huele a podredumbre.

dices que ella te detesta

por no mudar tu costumbre.


Si rascaras bien la roña

aunque solo sea en la cara;

si arrancaras la carroña,

si una esponja te lavara...


Quizás ella te quisiera,

pero no, una dama así...

Si estúpida quizás fuera,

si viviera sin nariz.


Si por ahí fueras vestido

con ropa limpia y aseado,

si ningún viejo tejido

ni trapo por otro usado.


Si sintieras el dolor

que nos produce el mirarte;

si supieras qué hedor

de repente al acercarte.


Náuseas que al mal olor llaman,

nostálgicos sentimientos

que en la noche ciega exclaman

vómitos de olor a cientos.


Tus andares desgarbados

solo tienen un porqué:

uno del otro , apestados

van huyendo tus dos pies.


Si los guarros a tu paso

sin disimulo se apartan

¿no será porque acaso

son tus sobacos que cantan?


Andando contigo van

estreñidos sin remedio,

y es tocarte nada más

que cagan de a metro y medio.


Ya te acabo tu poema,

ya esta inmunda cancioncilla

y no sigo que me apena

ver caspa en tu coronilla.