miércoles, 20 de junio de 2007

MENTIRAS DE LA ESPERANZA

Revisando algunas de mis viejas carpetas hallé un par de hojas que escribí hace algún tiempo, antes de sacrificar a mi hermano para satisfacer sus insensatos deseos de fama y su búsqueda del sinsentido de la inmortalidad. Ocurrió la historia estando él en Sevilla, preparando unas oposiciones. Como ya habrán adivinado, la razón de ser de este libro es la de permitir que el mundo conozca la labor creativa de mi llorado y difunto hermano. Sin embargo, he pensado incluir esta historia porque, aunque carece de su labor poética, recuerda su espíritu entre sus burdas líneas, y permitirá al gran público conocer lo que he tenido que soportar mientras vivía mi muy querido hermano del alma.
Tal fue lo que escribí.


Hace ya algún tiempo que no os escribo, que no os comunico mis pensamientos más profundos. Bueno, son profundos unas veces, otras son sin duda absurdos y las más son tonterías. Ahora mismo me encuentro en la biblioteca. Enfrente de mí, en la misma mesa, está sentada la futura madre de mis hijos. Ella aún no lo sabe (puede que nunca lo haga), pero confieso que mi corazón hace tachín-tachín cada vez que la miro. El hecho de que lleve toda la tarde hablando con sus amiguitas y de que, por esto y por estar tan buena, no me deje estudiar más de diez minutos seguidos, no la hacen merecedora de la más cruel ejecución. Si fuera fea, ahí ya me callo, pero no un ser así, tan... tan celestial.
Creo que a partir de este momento me convertiré en uno de ésos que dan largos paseos solitarios a la hora del crepúsculo, suspirando y pensando en un amor imposible. Ya saben, uno de ésos que no tienen el coraje ni el valor suficientes como para pensar que, sea quién sea el objeto de los desvelos, nadie merece tantas caminatas. Al primero que vi comportarse de esta forma fue a mi hermano, que, además de pasear crepuscularmente, suspirar y meditar en amores, recitaba, entre dientes, unas líneas que indicaban claramente que su alma, en aquellos momentos, no esperaba grandes acontecimientos de la vida.

Deja que inquieten al hombre
Que loco al mundo se lanza
Mentiras de la esperanza
Recuerdos del bien que huyó.

Por supuesto, no era una de sus creaciones, pero le venían que ni hechas a medida. Y es que nosotros, los paseadores crepusculares, somos así, sin vergüenza para expresar con palabras de otros, cuando son más bellas, los sentimientos propios.
Mi hermano recitaba estos versos por un desamor. Una de esas aventuras desafortunadas. Un desengaño, una locura y, como casi siempre ocurre cuando nos enamoramos, una estupidez. El asunto comenzó por culpa de mi madre. Una de sus amigas, con las que, por cierto, se reunía de cuando en cuando para planificar las actividades a realizar para lograr que sus respectivos hijos o hijas les proporcionasen unas cuñadas o cuñados a su gusto, tenía una sobrinita recién llegada a Sevilla para cursar estudios de leyes. Estudios que le permitirían ser, en un futuro, una de tantas licenciadas en Derecho. Como la pobre estaba muy sola y no conocía a nadie, mi madre y su amiga decidieron organizar una cita a ciegas entre ella y mi hermano, que, a pesar del tiempo que llevaba en Sevilla, tampoco es que fuera muy conocido. Dicho y hecho, las conspiradoras lograron convencer a la solitaria pareja. No sé como sería para el lado femenino de la cita, pero en el caso de mi hermano mi madre tuvo que obligarle. Él, que es de natural tímido y retraído, se imaginaba que la chica sería, qué sé yo, un ser lo suficientemente repulsivo como para hacer de pez de los abismos oceánicos en un documental de la Dos sin desentonar. Pero, como la influencia materna es mucha, fue y se encontró con alguien angelical que le arrebató el corazón y, por consiguiente, la razón.
Según su relato, tras la primera cita, quedó claro, al menos para mí, que ella no quería nada más, que había asistido por obligación y que no deseaba profundizar en el conocimiento de mi sangre fraterna. En lugar de percatarse de que ella pasaba de él como pasan las estaciones por el calendario, mi hermano atribuyó la falta de interés a una timidez muy desarrollada por parte de la chica y, a pesar de mis consejos en contra, animado por mi maquiavélica madre, comenzó a atosigarla enviándole mensajes y dándole "toques" –como se dice ahora sin querer expresar que uno se pase el día aporreando a los demás con el celular- con el teléfono móvil. Tras muchos días sin respuesta recibió un mensaje del amor platónico en el que le decía que ya le llamaría cuando acabase todos los exámenes. A fecha de hoy mi hermano no ha recibido llamada alguna. Me figuro que se debe a que la chiquilla se refería a acabar todos los exámenes de su carrera.
Lo cierto es que mi hermano a partir de ahí, y durante un largo periodo de tiempo, estuvo triste, siempre suspirante y yéndose a caminar a la hora crepuscular acompañado tan sólo de su dolor. Y, mientras, podías oírle recitar, como alma en pena que reza su letanía, los versos anteriormente transcritos.
Tristísimo, sin duda.


Se me olvidó escribir, cuando realicé este relato, que la chica que tan dolorido dejó ciertas partes de la anatomía de mi hermano se llamaba Esperanza.

jueves, 14 de junio de 2007

PRIMAVERA COCHINA

Ya llegaste primavera,
Tu alegría,
Tus olores,
Los capullos
Y sus flores.
Ya llegaste primorosa
Ya te vi cual bella rosa.

Ya llegaste primavera
Con alergias
Y picores,
Con abejas
Y dolores.

Ya llegaste puñetera,
Pronto vete,
Que sea cierto,
Ya al retrete,
Ya al desierto.
Pasa rauda
Y veloz
Y estornuda
Como yo,
Y verás
Qué se siente
Cuando llegas
De repente.
Siembras llanto
Y locuras,
Ciego espanto,
Picaduras
Y entre tanto
Mal de altura.
Sin tu encanto,
Niña pura,
Y sin ti
Por ventura,
Soy feliz
Sin tristura.

Mi hermano no disfrutaba locamente durante la primavera. Reconozco que no es un comentario excesivamente agudo y que, como crítico poético, no me deja en un lugar especialmente elevado. Pero no negarán que, fuera de éste, el poema no ofrece mucho margen a la actuación del comentarista. Mi hermano tenía alergia y, como consecuencia, la primavera era para él la peor época del año. Un invierno infinito hubiera sido el estatus climático ideal. Creo que en su opinión, la mejor descripción primaveral es la que hizo S. Barber, musicalmente hablando, claro. Alguno quizá sea capaz de ver algún tipo de metafórica intención oculta, yo no. Soy más bien poco dado a las intenciones ocultas. Lo que pienso lo escribo de una forma lo más clara posible. Cierto es que a veces escribo cosas que no pienso, pero eso nos pasa a todos. Teniendo en cuenta que aquí se termina mi labor de crítico, tendré que relatarles nuestra experiencia con las alergias. Y, más que con las alergias, con las golondrinas.
El asunto comenzó en cierta ocasión en que empecé a levantarme de la cama melancólico. Triste, si entienden qué quiero decir. Los ojos siempre lacrimosos y las narices sorbiendo como si hubiera llorado. Pronto no pude dormir a partir de la salida del sol. Y, ya despierto, las lágrimas me impedían mantener los ojos completamente abiertos. Me estaba convirtiendo en un auténtico desgraciado. No exagero si afirmo que la vida estaba perdiendo, a mis ojos, todo su encanto. Y todo porque un par de golondrinas habían decidido usar como hogar al tambor de la persiana de mi habitación. Sus excrementos y suciedades hacían de mí un auténtico mocosete. Siempre llorando y estornudando. Además su alegre manía de recibir al nuevo día piando conseguía que a partir de las seis de la mañana no pudiera pegar ojo.
Cierto sábado por la tarde convencí a mi hermano para que me ayudara a eliminar a las golondrinas. Tapados con sendas mascarillas anti-polvo –porque, según dicen, con ellas puestas no te comes un colín- y usando guantes de látex nos enfrentamos a las terribles aves. Mi hermano, cautelosamente, levantó la tapa del tambor, y yo me asomé preparado para defenderme de una agresión picuda dirigida a mis desprotegidos ojos.
Pronto localicé a las golondrinas. Las dos estaban en una esquina, acurrucadas sobre su nido y sin moverse lo más mínimo. De tan inmóviles parecían estar muertas. Extremando las precauciones toqué a una de ellas con el dedo y ella se movió algo, lo que me indicó cierta actividad vital en al menos una de las dos. Me sorprendió que no echasen a volar. Quiero decir que parecía que preferían dar su vida a abandonar su hogar en manos de desaprensivos. A los caracoles, creo, les ocurre lo mismo, aunque por otros motivos. Era loable la valentía de los emplumados animales.
Viendo que estaban vivas y que no pensaban abandonar el nido fácilmente, empecé a lanzarles advertencias verbales para que huyeran. Avisos del tipo: Fuera, vamos. ¡Idos! ¡Largo!, pero que no tuvieron mucho éxito. Así que le dije a mi hermano:
-Bueno, parece que no se van. Vas a tener que cogerlas con la mano y echarlas.
-¿Quién yo?-preguntó sorprendido.
-Sí, tú.
-Pero yo estoy sujetando la tapa. Además, el veterinario eres tú.
-Eso es cierto, pero ignoro todo lo relacionado con el trato de bichos bípedos. A mí que me den toda clase de animales a cuatro patas y, a ser posible, muertos, pero esta clase de ave es tan misteriosa para mí como para ti. Es más, yo diría que tú tienes más experiencia en el trato con golondrinas que yo.
-¿Que yo...? ¿Pero qué dices?
-Bueno, tú eres el poeta.
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Pues, ya sabes. Bécquer..., las oscuras golondrinas...
-Mira, éste es tu cuarto, si quieres librarte de ellas, sácalas tu mismo.
-De acuerdo –accedí pensando que mi hermano era un cobarde.
Concentré toda mi atención en las golondrinas que, por supuesto, no se habían movido un ápice. Respiré profundamente dos o tres veces, me armé de valor, coloqué mi mano temblorosa lo más cerca posible y, con movimiento rápido y certero, cogí a las dos por las alas. Entonces empecé a gritar:
-¡Las tengo! ¡Ya son mías!
Y ellas empezaron a moverse y a trinar con gran estruendo. Además les dio por defecarse encima de mi mesa, donde estaban los apuntes de la oposición. Mi hermano dejó la tapa y gritó:
-¡Corre, corre!
-¡Pío, pío...! –piaban las avecillas.
-¡¡¿Corro?!! ¡¡¿A dónde?!!
-¡Pío, pío...!
-¡Mátalas! -gritó sanguinariamente excitado.
-¡Pío, pío...!
-¡¡¿Que las mate cómo?!!
-¡Pío, pío…!
-¡No lo sé! Tú eres el veterinario.
-¡Pío, pío...!
-¡Ya sé que soy el maldito veterinario, pero nunca me han enseñado a matar golondrinas! ¿Qué hizo Bécquer con las oscuras golondrinas?
-¡Pío, pío...!
-¡¡Y yo qué sé lo que hizo Bécquer!!
Entonces, en un momento de lucidez mental, nada raro en mí, abrí la ventana y las solté. Ellas se fueron volando hacia su libertad. Después de limpiar todos sus excrementos, suciedades y heces, pensé que al fin me había librado de alergias y golondrinas. Esa noche dormí como un bendito hasta que fui despertado por el dulce trinar, que para mí era como crascitar, de las golondrinas. Además, en su regreso, piaban más fuerte y metían más escándalo.
No sé si al final volvieron las oscuras golondrinas en el caso de Bécquer, pero en mi caso desde luego sí. Todas las primaveras, como relojes, vuelven las golondrinas para convertirme en un desgraciado. Por eso comparto profundamente el desencanto fraterno hacia la primavera. Mi opinión es que es una estación totalmente prescindible. Y, desde luego, si me preguntaran que cuál es mi estación favorita, diría que, después del otoño, invierno y verano, la primavera.