martes, 8 de mayo de 2007

En una noche lluviosa

En Una Noche Lluviosa

feliz estaba durmiendo

concentrado en lo que hacía,

pero despertéme oyendo

en redor una jauría.

Interrumpiéronme voces

que mi consejo pedían,

levantáronme a coces

mientras cansado dormía.

-¿Molestamos? -Me dijeron

y mi manta se cogieron.

desarropado y dolido

respondíles precavido:

-No es tanto en lo que estaba

y aunque fuera lo dejé,

pues es más lo que buscaba

mas que aquello nunca fue.

No entendieron mi discurso,

y es que el que más me estorbaba

no pasó del tercer curso.

Dirijíme al tontolava:

-¿Qué queréis? preguntéles.

Qué vengas de botellón!-.

Pidiéronme tres peleles:

Jesús, Alfonso y Pepón.

Busqué luz tras la ventana

y vi que estaba cerrada.

-Venga que no es de mañana,

es noche oscura y nublada.

Insistiéronme los tres

más pesados que un arado.

-¡Cubridme al menos los pies!

Se me están quedando helados.

¡Ay qué ver que petardos!

sin mí no podéis divertiros.

¡Ojalá os pasen tres cardos!

Y ahora, por favor, iros.

Mas como mucho insistían

les impuse condición,

pues de los tres que pedían,

me daban lástima dos:

-Sólo si todo se tercia

y en ello nada se tuerce,

si no por más que me esfuerce

jamás lo conseguiré.

Les vi de nuevo a los tres

caras de desilusión,

y entendí de nuevo yo

que ellos no entendieron bien:

-En tanto el mal tiempo arrecie,

y en tanto no salga el sol

sin problemas comodón,

en la cama seguiré.

El botellón es intrínsecamente malo. Que unos cuantos amigos se reúnan, un fin de semana sí y otro también, con el único objetivo en mente de agarrarse el gran ciego del siglo, tiene que ser perjudicial. Desde un plano meramente físico, es decir, entendiendo al ser humano como materia, seguro que provoca daños irreparables.

El hígado es un órgano sorprendente desde todo punto de vista. Creo que si tuviera que expresar mi admiración por alguno de nuestros órganos vitales, lo escogería sin la menor vacilación. Nada de cerebro o corazón. En los tiempos que vivimos, todo pestilencia y contaminación, sin un órgano tan maravillosamente preparado y con tanta capacidad de aguante, nuestra vida sería una tortura insufrible. No digo que ahora no lo sea, simplemente afirmo que sin un hígado como el nuestro, la vida sería mucho peor. Pero el hígado tiene sus límites. Un hígado puede aguantar que, de cuando en cuando, te cargues unos cuantos hepatocitos y desencadenes algún que otro fenómeno fibrilar en su interior, pero cuando esto se produce semanalmente, se harta y dice: Hasta aquí hemos llegado; ahora te vas a enterar de lo que es bueno…” Y, ya está, cirrosis que te crió.

Y, pese a la importancia de lo expuesto, no creo que sea aquélla la moraleja con la que sabiamente mi hermano pretende aleccionarnos. No es éste el peligro del que nos advierte y que, como grito que surge desde las profundidades de sus omentos (el mayor y el menor), se puede leer entre las líneas de este magnífico poema. Pienso que a lo que se quería referir al crear esta bella y estremecedora composición era al venenoso efecto que el alcohol produce sobre las almas de los seres humanos que la poseen. Ya sé, ya sé; nos han enseñado que todos los hombres tienen almas, pero a los hechos me remito. ¿Podemos decir, sin temor a ruborizarnos, que Hitler, Stalin o, sin ir mas lejos, Otegui poseían o poseen un alma? Yo, sinceramente, creo que no. Un ente, quizá; un halo, pudiera ser; un cactus en el culo, estoy seguro. Pero un alma, nunca. No obstante, dejemos de andar por las ramas, no vayamos a caernos, y centrémonos en lo que estábamos.

Como decía antes de quebrar la continuidad de mi reflexión, mi hermano pretendía advertir a toda la humanidad del peligro que corremos si dejamos el mundo en las manos de las generaciones venideras que son, básicamente, alcohólicas. Y posiblemente drogadictas. Vamos, que más que generaciones venideras son degeneraciones actuales. El hedonismo ha venido a instaurarse en nuestro viejo continente y ha aplastado cualquier otro fin en las vidas de los que nos rodean. Incluso los que rodean a los que nos rodean han caído en tan deplorable filosofía.

Cualquier observador imparcial venido de otro planeta se percataría enseguida de que la triste situación en el nuestro es que la gente trabaja cuatro o cinco días a la semana para poseer el vil metal con el que poder pagarse sus hedónicos placeres. Eso en el caso de que no sean estudiantes. Para este tipo de degenerados (sin duda los peores), como no tienen que trabajar para ganar dinero porque se lo proporciona papá, se pasan tres o cuatro días a la semana dedicados al vicio. Así, tan devastadoramente cruda es la verdad actual.

Cuando mi hermano afirma que: , lo está diciendo con una claridad y contundencia que, personalmente, me hiela la sangre, me congela el corazón y me produce unas cosquillitas en la zona de la rabadilla la mar de molestas.

Pensemos, si no, en un típico botellón. Pero no uno cualquiera. Pensemos en un botellón de invierno. En mitad de la plaza de cualquier ciudad, a no más de dos grados centígrados, nos encontramos a un grupo de cinco amigos cuyas edades van desde los diecisiete años hasta los veintidós. Han comprado abundante material. Dos botellas de un litro de William, dos bolsas de tres kilos de hielo, y mezcla, compuesta de coca cola y sprite, a discreción. Se han servido su primera copa y éste es, a grandes rasgos, el diálogo que se produce entre ellos:

-¡Qué frío! exclama Juan tratando de evitar los temblores que hacen que vierta la mitad de su copa.

-Pu-pu-pues s-s-sí –le apoya Pedro.

(Silencio.)

-¡Cómo están hoy las tías! ¿eh? afirma Dani, a pesar de que, embutidas como van en sus largos abrigos negros, uno no es capaz de diferenciar una sola curva de sus sinuosos o, según el caso, circulares cuerpos.

-¡Buh! Ya te digo rebuzna Juan.

(Silencio, más prolongado que el anterior.)

-Bueno, bueno, bueno dice Ángel, que se empieza a plantear si no hubiera sido mejor quedarse en casita.

-Pues sí, pues sí, pues sí -le sigue Juan.

-¡Ja! ríe uno.

-¡Je! ríe otro.

(Silencio.)

Y entre tanto, todos beben a un ritmo considerable, deseando emborracharse de una vez para que el alcohol les conduzca al lugar en donde no hay vergüenza ni control. Un estado en el que más de dos mil años de civilización quedan atrás y se vuelve a cuando empezamos. O peor incluso.

Mi querido y cadavérico hermano, cuando escribió: >, lo sugería delicadamente: ¡Botellón no, alcohol fuera! Pero ojo, esto no es un ataque despiadado a la bebida. No lo entiendan mal. Me consta que mi hermano no era en absoluto refractario a la copita ocasional. Para él, el dicho: lo bueno, si bebes, dos veces bueno, era especialmente cierto. Y en mi caso, ¡qué les voy a contar! Tengo la frasecilla escrita con letras doradas sobre una cartulina rosa fucsia colocada encima de la cabecera de mi cama. Y todas las noches me detengo cinco minutos a meditarla. Les aseguro que tras veinticuatro años estoy hasta las narices, pero qué voy a hacerle.

De hecho, como podrán suponer, tanto él como yo tenemos un detallado conocimiento de lo que es estar sometidos al embriagador abrazo de Baco. Lo cual resulta lógico si lo meditan un momento. Seríamos unos hipócritas desalmados si intentásemos enseñar al pueblo el comportamiento correcto ante el alcohol si antes no hubiéramos catado sus efectos. Tanto es así que mi hermano fue durante una época de su extinta vida lo que podríamos denominar un abraza-farolas. Un ser dominado por el espíritu del güisqui. Un tipo capaz de beberse el agua de las macetas y comerse las colillas de los ceniceros. En aquella triste época, mi hermano escribió la salvajada que a renglón seguido expongo:

Empiezo estos versos

con una advertencia

cual es mi apetencia:

¡Me gusta beber!

Por eso les pido

que tengan paciencia

y lean con prudencia

si quieren leer.

Pues ésta es la historia,

aquí se sentencia,

del whisky y su ciencia

a mi parecer.

Y empiezo el relato

bebiendo tranquilo

un whisky que cato

de amargo sabor.

Dispuesto el buen rato,

la copa con hielo

si usted es sensato

hará como yo.

Y quede en silencio

atento y dispuesto...

venga, que comienzo,

que empiezo ya puesto:

Aquel día de fiesta

allí estaba yo,

bebiéndome mares

por todos los bares

y amigos al son

me gritan: ¡No pares!

Y yo que no paro,

entro por el aro,

todo lo hago así:

Ya sea whisky caro,

ya sea más barato

es cuestión de un rato

que termine en mí.

Y voy sin complejos

(no veo ni de lejos),

la guapa o la fea,

igual me da a mí.

No veo ni siento,

tan solo lo tiento,

lo palpo, lo toco.

si es mucho o si es poco

que sea para mí.

Pues pobres chiquillos,

¿no tienen derechos?

y si ellas son pillas

yo soy picarón,

y sé que a despecho

le sirvo la chanza

mientras comodón

me llenan la panza.

Me piden cariño

y yo, como un niño,

recibo sus gracias

caricias melosas.

¡no ceo que me canse!

Mas ellas, raposas

con cruel arrogancia

de mí sí se cansan

y no hay quien me amanse.

Como cuba

escocesa

ya diez copas vacié,

cual borracho

que confiesa

mil licores

vomité.

Y aunque sucias

veo mis ropas

¡ay, amores!

sienta bien.

Y en recuerdo

se quedó,

ahora un nuevo

licor bebo.

¡Otra copa,

por favor!

Y si quiere

su dinero

que le den

al de la barra...

Que se espere

y primero

traiga usted

pronto esa jarra.

Yo tan solo

quiero un trago,

si me ahogo

¿qué más da?

solo vago

mientras bebo,

¡Camarero,

quiero más!

Ya no sube a la cabeza

no me baja,

llevo húmedo el sombrero,

no la faja.

Luego pido otra cerveza

que no pago

y si aprieta con esmero

allí lo hago

pues creo que es el servicio

o la cama,

(todo esto lo hace el vicio, no la fama.)

Y si me encharco

mi cerebro

¡oh, neuronas!

pues, ¿qué sois?

Sois los barcos

del desierto

y con gracia

agua os doy.

Mas si estorbo

pues me voy,

mas no veo

y me la doy.

Fue tanto lo que soplé

esa noche de furor

que inconsciente me quedé

y mi hígado reventó.

Ahora no puedo beber,

esa pena me cayó...

Me conformo con oler

un licor llamado scotch.

Y si quieren mis consejos

nunca hagan como yo,

beban solo hasta que lejos

más no alcance su visión.

Como conclusión, siguiendo con la moraleja del poema, diré que se puede beber, pero se debe hacer con moderación. Moderación es una chica encantadora y siempre te lo pasas bien tomándote una copita o dos con ella. Pero eso sí, nada de alcoholes baratos que aniquilan la flora intestinal y te dejan diarreico perdido para el resto de la semana. Los Palmers, Lawssons y demás porquerías similares, deberían estar prohibidas. Los caldos consumidos deben ser de calidad. Es lo de siempre: no mucho, pero con calidad.

Y con éste último pensamiento terminamos el comentario de esta poesía. Espero que hayan entendido el mensaje oculto. Si no lo han logrado, tranquilos, para eso estoy aquí y para eso está mi humilde aclaración. Si incluso tras haber leído mi humilde aclaración no son capaces de extraer del poema las breves ideas expuestas en los párrafos precedentes, no se preocupen demasiado, la verdad es que si he escrito todo esto es porque algo debía decir sobre el poema. De alguna forma, si dejásemos un poema sin comentar, el libro perdería su estructura y ya no sería lo mismo. Quiero decir que a lo mejor, sólo a lo mejor, mi hermano tan solo quería escribir una tontería. Sea como sea, espero que usted esté de acuerdo con la tontería o que por lo menos le haya resultado simpática. Y si no lo está y ni siquiera se ha dibujado el esbozo de una sonrisa en su amargado rostro durante la lectura de la misma, le aconsejo que se vaya a tomar una copa.

domingo, 6 de mayo de 2007

INSOMNIO

Sueño que espero,

sueño que anhelo,

sueño que quiero,

¿por qué te velo?

Ven sobre mí

que me adormezca.

Llégate al fin

que yo perezca.

Gracioso, ¿eh? Sin duda lo es. Especialmente si es usted una de esas personas afectada del cruel achaque del insomnio. Si algo nos enseñó mi hermano en vida, y tras su muerte, es que si te pasas la noche en vela escribiendo versos macabros en donde clamas por que la tétrica parca venga a llevarte, al final tus deseos se harán realidad. Lo de ganar una quiniela, olvídense. Anhelar la muerte, sin embargo, pocas veces defrauda. La vida suele ser como un camino de espinos en donde a veces encuentras rosas que, en vez de a rosas, huelen a bomba fétida. Como demostrará la historia que voy a narrarles. No es en absoluto cómica, graciosa o divertida. Es cruel y despiadada, realista, sumamente triste y bañada en la desesperanza que asola al mundo.

Me ocurrió una noche oscura sin luna. Yo volvía tarde de mis andanzas nocturnas en Sevilla. Estaba cruzando el puente de Los Remedios, para llegar precisamente allí, a Los Remedios, cuando observé a una mujer de pie y sujeta a la barandilla, pero por el otro lado, por el lado de los saltarines. Otro cualquiera, y me refiero a cualquiera que no fuese yo, posiblemente se hubiera puesto nervioso ante la dramática situación, perdiendo la cabeza y, no sabiendo qué hacer, hubiera precipitado los hechos. Estaba claro que la mujer pretendía acabar con su vida entre las aguas del Guadalquivir. Era alta, de hermosa y estilizada figura, pelo negro como azabache, lacio y ondulado. Llevaba una blusa (o puede que fuera un cuerpo, no sé, nunca he distinguido bien la diferencia) blanca que contrastaba, incluso en la tenebrosa noche, con su morena piel. Además, como llovía la blusa, que no era gran cosa, se le pegaba al cuerpo creando agradables transparencias. Una mujer muy bella sin duda, como una de esas cariátides de las fachadas modernistas, pero no me detuve en ese tipo de consideraciones. La situación requería todos mis sentidos –los dos o tres que poseo al menos- alerta y al máximo. Fui hasta donde ella estaba, más o menos en la mitad del puente, y, viéndola cogitabunda, le dije, como el que no quiere la cosa:

-Buenas noches hermosa dama.

-¿Y qué tienen de buenas? -me respondió entre sollozos. Y, la verdad, tenía razón. A pesar de estar recién entrados en la primavera llevábamos una semanita con un tiempo de perros. Y aquella noche no había cesado de llover, con frío y viento.

-Es cierto –coincidí anuente-, tienes razón. Hace un tiempo de mil demonios. Uno no puede estar bien ya ni en Sevilla capital.

Ella gimió y comenzó a llorar desconsoladamente. Yo intenté tranquilizarla.

-Cálmese, cálmese. Ya sabe que esto no son más que dos días. Las lluvias aquí no duran mucho. ¡Verá como mañana luce el sol!

-No creo que lo vea -dijo mirándome por primera vez. Pude ver que su cara no desmerecía en nada al resto de su sureña figura. Incluso presentándoseme demacrada, sucia, llena de surcos labrados por los lagrimones mezclados con el agua de lluvia, y con las escleróticas de los ojos enrojecidas. Imaginé que arreglada aquella sería una mujer anestesia, de ésas capaces de quitarte la respiración.

-¿Cómo que no cree que lo vea? ¿Qué significa eso? ¿Es que acaso tiene en mente pillarse una cogorza para dormir todo el día?

-No, voy a saltar –me informó sencillamente.

-¿Pero qué dice usted? No se le ocurra hacer eso desde aquí. Es un consejo.

-¿Por qué no?

-¿No lo ve? ¿Es qué no se ha fijado en el nombre de este puente?

-¿Qué le ocurre al nombre de este puente?

-Pues, mire, déjeme que le cuente una historia. Ocurrió hace ya un mes o dos. Yo estaba una mañana temprano desayunándome un café en una de las cafeterías del barrio cuando, así, sin quererlo, escuché una conversación entre dos hombres sin duda ya jubilados. Por lo visto, la noche anterior, una muchacha se quitó la vida desde este mismo puente, y tal fue lo que hablaron:

<-¿Sabes que ayer se tiró una chica desde el puente de los Remedios?

-¡No me digas!

-Sí, puso remedio a todos sus males.

-Supongo que no tendría más remedio.

-Lo que no tiene ahora remedio es ella.

-Es verdad, fue peor el remedio que la enfermedad...

-Pues yo pienso que ésas no son maneras de remediar los problemas de uno...

-Opino como tú. Aunque así deberían remediar a más de uno que yo me sé...

-¡Cuánta razón! Remediaríamos muchos males del mundo.

-En cualquier caso, la artrosis a mí no me la remedia nadie.

-Por cierto, ¿sabes cómo se llamaba la chica?

-No, ¿cómo?

-Remedios López Hurtado>.

-¿Se da usted cuenta? Si se tira desde aquí será usted el hazmerreír del barrio...

Ella me dirigió sus negros ojos, atravesándome con la mirada, como si no estuviera allí, delante suya, negó dos veces con la cabeza, cogió impulso y...

-¡Espere! -grité-. ¡Dígame al menos por qué se quita la vida!

-¡¿Quiere saberlo?! Me la quito porque mi marido me sustituyó por una cubana y se largó a Cuba con el coronel, con todos nuestros ahorros pero sin ninguno de nuestros cuatro hijos, uno de los cuales es retrasado y tenemos que mantenerlo en una institución mental que vale un ojo de la cara... Desde entonces tengo que prostituirme porque nadie quiere darme trabajo, además, me han violado ya unas tres veces sin pagarme el servicio... Y para colmo, ayer, me diagnosticaron sida agravado con hepatitis c...

-Bien,... ¡ejem!... yo.... Si quiere la empujo.

Y la empujé.

Algunos me acusarán de desconsiderado, otros dirán que no tengo sentimientos y, posiblemente, la mayoría me tildará de estar en posesión de un carácter atrabiliario con accesos homicidas. Sin duda todos están equivocados. Si no tenemos en cuenta el incidente cainita con mi hermano ni el desgraciado accidente con mi abuela, ése fue mi primer asesinato. Lo reconozco. Pero confesaré en mi descargo que lo realicé con las mejores intenciones. ¿No es por eso por lo que se hacen casi todas las maldades del mundo? Con buenas intenciones uno puede hasta lanzar bombas o hacer las paces con una banda de asesinos olvidando sus culpas, sus penas y las tristezas de sus víctimas. Las intenciones, siempre, son lo que cuentan.

Y volviendo al poema de mi hermano, si alguno que me lea no puede dormir, que lea biografías o se deje de hacer cosas con las mejores intenciones.