martes, 10 de febrero de 2009

BENDITO VIERNES

Suspiros negros que en la noche bogan,
lúgubres sonidos, lápidas frías,
pieles de muertos cubiertas de estrías
que en la tierra sus lamentos ahogan

Casa de muerte, impertérrito eslogan,
nicho maldito en que mi alma yacía.
Llantos inclementes de fantasía
que por llevarme al Infierno abogan.

Abatimiento que sobre mí ciernes
cruel estado de la existencia humana.
Ansía de libertad que a mi alma asola
desprende de mí a esta vida insana,
y al suspiro del tiempo náufraga ola
tráeme muerte y alegría; ¡bendito Viernes!

Lo sé, lo sé, querido lector. Yo tampoco me entero de nada. ¿A qué se refería mi hermano cuando escribió estás líneas? ¿Hablaba de cementerios y muertos? ¿O por el contrario trataba de realizar una metafórica comparación entre la paz y tranquilidad de la muerte y el alivio que supone llegar al inicio del fin de semana? Es algo que tendrán que responder hombres mejores que yo.
En cualquier caso, ¿es acaso gracioso esto? ¿Existe alguien al que, la lectura de este soneto, le arranque, no ya profundas carcajadas, sino más bien una pequeña y tímida sonrisa? Lo ignoro. Posiblemente exista ese ser. Un psicópata o un obsesivo de la Muerte. Alguien capaz de enamorarse de Ella. Cualquiera sabe. Lo que realmente me preocupa es que mi hermano se empeñara en afirmar que los versos de más arriba son graciosos. Bien, quiero decir que me asusta el equilibrio emocional que mantuvo. Su estado mental, si puedo expresarlo así, no estaba en su mejor momento.
Aunque no quiero aventurar diagnósticos. Y no quiero porque por culpa de esto yo tuve algunos problemas. Resultó que en cierta ocasión escribí una pequeña historia, un relato corto, para enviarlo a un concurso. Concurso que no gané, pero no es eso de lo que quiero hablar. El relato trataba de un tipo al que, después de quedarse sin padre y sin madre, decidió suicidarse. Bien, en aquella época de mi vida estaba algo interesado con los suicidas, me preguntaba que les pasaría por la cabeza. De hecho, siempre que me encontraba con uno de ellos, le preguntaba lo mismo, <<¿pero a ti qué te ocurre en la cabeza?>> Y ellos, invariablemente, me respondían: <> Y se suicidaban.
El caso es que escribí la historia sobre un suicida y, por una de esas cosas que se hacen sin pensar, dejé que mi madre leyese la historia. Ya se pueden imaginar, mi madre no supo entender que aquello no era más que una historia y que el protagonista de la misma no tenía nada que ver conmigo. Es más, quedó convencida de que mi alma era gélida y mis pensamientos, siniestros. Durante un tiempo no me permitió coger cuchillos ni asomarme a los balcones. Pero luego se le ocurrió que no podría protegerme siempre, pensó, fíjense bien, que podría tirarme delante de un autobús o saltar por la noche cuando ella estuviese dormida. Y es que hay que ver hasta donde llega el cariño protector materno. Por ello decidió llevarme a uno de esos psicólogos. Claro que, cuando me llevó, me llevó engañado. Me dijo que debía ir por no sé qué problemas psicomotrices. Habló de una cisterna muy grande -Cisterna Magna creo que es su nombre- que tenemos todos en el cerebro y que, en mi caso, era más enorme aún de lo habitual. Yo creo que debe estar ahí el mecanismo por el que el cerebro se deshace de toda la basura que tiene que ver, o estudiar, o experimentar. Y creo que por eso a mí me afectan tan pocas cosas.
El caso es que tan sólo fui un día, pero para mí, fue suficiente. El psicólogo o psicoanalista o psico-lo-que-fuera, era un tipo pequeño, flaco y calvo. Con gruesas gafas y actitudes amaneradas. Tras las primeras preguntas, en las que se hizo una idea bastante clara de quién era yo, pero sin ofrecer ningún dato de quién era él, comenzó a indagar en el meollo del asunto. Asunto que el pensaba era mi tendencia depresiva y suicida, y que yo creía estaba relacionada con mi torpeza innata para la realización de ciertas actividades.
-Y dime, ¿qué motivos crees tú que te llevan a comportarte de esa manera? -me dijo el psicoanalista.
-Bien -respondíle yo-. No lo sé. Yo intentó comportarme como el resto de las personas pero se conoce que mi cisterna me lo impide.
-¿Tu cisterna?
-Sí -continué convencido de lo que me decía-. Le pondré un ejemplo, ve usted mi cuello -mi cuello está hecho de manera que, por un problema de calcificación excesiva, tiene una capacidad de giro bastante más reducida de lo normal, sólo que entonces eso no lo sabíamos y yo lo atribuí a mi cisterna.
-Sí -dijo él-, veo perfectamente su cuello.
-Pues no puedo torcerlo todo lo que me gustaría. Como hacen los demás, ¿sabe? A veces me entran ganas de agarrarlo con las dos manos y girármelo totalmente a ver sí así... bueno, ya me entiende.
-Es decir, ¿a veces le dan ganas de romperse el cuello?
-¡Hombre!...
-¿Y cortárselo?
-¿Cómo?
-¿No le gustaría meter la cabeza en una guillotina?
Yo le miré extrañado. Pero pensé que aquello sería parte de la terapia, así que le seguí el juego.
-Hombre, reconozco que a veces me he preguntado que sentiría alguien al que meten en uno de esos cacharros, pero sólo por curiosidad morbosa, me entiende. Ciertamente las guillotinas no me atraen en exceso.
-Comprendo; ¿prefiere el verdugo con el hacha entonces?
Aquí el asunto ya me parecía excesivo. Pero pensé que, de alguna retorcida manera, el tipo quería que me comparase con los que realmente sufren para que no le diese importancia a mi problema. Ya saben; llega un joven y le dice a otro: <>. Y el amigo le responde: <>. Y entonces, dos semanas después, al primero le diagnostican un cáncer. Ya saben a que me refiero, ¿no?
Pues yo creí que era eso lo que quería lograr el psicoanalista. Así pues me apresuré a sacarle de su error. En realidad, para mí, el tener la cisterna esa más grande o no, me era indiferente. Quiero decir que no lo consideraba una desventaja puesto que siempre había sido así.
-Oiga no piense que a mí me preocupa el problema -le dije-. Ya me he acostumbrado a vivir así. Además, en realidad, he venido aquí porque mi madre me lo ha pedido.
-Ninguno quiere venir.
-¡Oh! ¿Hay más cómo yo?
-Muchos -respondió él creyendo que le preguntaba por los suicidas.
-Pues nunca he conocido a ninguno. Podíamos juntarnos un día y comparar cisternas, ya sabe, para ver quien la tiene más grande y todo eso. Sería divertido.
-¿Y luego?
-Pues nos iríamos todos, supongo.
-Ya... -dijo, y luego, mientras escribía en su libreta, murmuró algo parecido a "suicidio colectivo”..
-¿Así pues tú crees que por culpa de tu cisterna -y pronunció esa palabra dándole un tonillo especial, como despreciativo- no puedes comportarte igual que el resto de las personas? Y supongo que eso creará en ti un sentimiento de inferioridad. Casi de culpabilidad, ¿no es eso?
-No estoy seguro, doctor...
-¡Oh! No soy doctor.
-Bien, pues no estoy seguro, tú, lo que ocurre es que me encuentro más torpe, si me entiende.
-Explíquese.
-De acuerdo.
Entonces me fijé en un diván que había por allí y le dije:
-Mire, si fuera una persona normal, me podría subir con toda tranquilidad al diván sin perder el equilibrio, ¿verdad?
-Cierto.
-Pues no puedo.
-¿Le dan miedo los divanes?
-¡Oh no! Es sólo que seguro que pierdo el equilibrio y me caigo.
-Vamos, vamos. ¿Por qué no intentas subirte en éste diván, a ver si te caes?
-Bien, pero se lo voy a manchar.
-¿No se miccionará encima?
-¡No!
-Pues adelante.
Y eso hice. Me puse de pié en el diván, en el apoyabrazos izquierdo. Al verme el psicoanalista se levantó asustado y me gritó que qué pensaba yo que estaba haciendo. Supongo que él creía que yo me refería a sentarme en él, no a ponerme de pie sobre él. Al ver su reacción, me asusté a mi vez, y, tal y como predije, perdí el equilibrio y caí sobre la mesita auxiliar adyacente al diván haciéndola astillas.

Ignoro cual sería el diagnóstico de aquel hombre, pero creo que algo parecido a: "Este tío está como una regadera". Lo cierto es que no volví a visitarle. Después de contarle mi aventura a mi madre se le quitaron de la cabeza todas sus ideas de que yo pretendía suicidarme. Quizá empezase a sospechar que tampoco estaba muy cuerdo, pero al menos no había peligro a que intentase atentar contra mi vida.

Y con todo esto quería explicar que, muchas veces, lo que uno escribe no coincide con lo que uno realmente piensa o siente. Simplemente son, eso, escritos, historias, relatos. Que existe eso de la imaginación y que no es necesario vivirlo todo para poder escribir de todo.
A pesar de ello, a partir de ahora, vigilaré de cerca a mi hermano. Un tipo que escribe cosas así no puede estar muy sano. Y, si bien no creo que pretenda matarse, no descarto que decida convertirse en uno de esos asesinos en serie. Uno de esos que con cada víctima hace algo especial. Que en el caso de mi hermano sería escribir un poema relatando como fue todo. Ya lo estoy viendo: "El Asesino de los Poemas Ataca de Nuevo"...

4 comentarios:

Morgenrot dijo...

Pues el poema es muy hermoso , y más que amar a la muerte , denota un cierto , mejor, un fuerte odio a la vida. No creo que suponga un problema, al contrario que tu psicoanalista, le resto importancia y no voy a sumarle elementos más bien producto de la imaginación del " profesional".

Tu madre hizo bien, no enviándote nunca más al " creador de problemas ".

Un abrazo, ingenioso amigo

Natalia Pastor dijo...

Genial,Lupiañez.
Y como dice Mongerot,el poema además de bellísimo,sólo desvela sensibilidad.

Rictus Morte dijo...

Gracias por la parte que me toca, ya que el poema es mío. En estos textos, el genial y divertido prosista es mi hermano, Lupiáñez, y yo el humilde lírico.

Y no, no odio a la vida, a lo más parece que es ella la que no quiere tener que ver mucho conmigo. Pero la jocosidad impregna hasta lo más tétricos y macabros poemas de que somos capaces. :)

Aprendiz dijo...

Me he reído mucho con la entrada.

Saludos.